El mercurio

1968 - PERE GIMFERRER

Durante los últimos cinco años, aproximadamente, la novela española vivió en un estado próximo al sueño cataléptico. La generación o grupo de novelistas que en la década anterior había dado nuevo impulso a un género casi siempre languideciente en España pasó bruscamente a guardar silencio: así Rafael Sánchez Ferlosio, Ana María Matute, Juan Goytisolo, Juan García Hortelano, Luis Goytisolo... sin contar la muerte de Luis Martín-Santos, cuya única novela Tiempo de silencio había abierto amplias posibilidades de evolución en un momento en que empezaba a apuntar la crisis de ciertas premisas que anteriormente orientaran algunos aspectos de aquella narrativa. En 1966, con todo, se iniciaron las reapariciones de novelistas últimamente silenciosos (y de hecho, tanto o más activos que nunca: se trataba de proceder a un replanteamiento general con nuevos títulos que respondían a un enfoque distinto de los problemas narrativos. Ultimas tardes con Teresa, de Juan Marsé, y muy especialmente Señas de identidad de Juan Goytisolo abrieron la etapa de reapariciones, a la que es de esperar vayan añadiéndose nuevas obras en un plazo relativamente breve. Sin embargo, un extraño y oscuro maleficio parecía impedir la llegada de novelistas más jóvenes: ningún narrador menor de treinta años —para fijar un límite convencional, por arbitrario que éste se aparecía dispuesto a entrar en escena (mientras en cambio surgían, aparte lo dispar de sus propósitos y valía, bastantes poetas jóvenes).

El mercurio de José María Guelbenzu, que fue finalista del penúltimo premio Biblioteca Breve, interesa, pues, de entrada, por ser el primer testimonio novelístico de la generación más joven. (Guelbenzu nació en 1944). Como era quizá de esperar, el planteamiento de esta primera novela de Guelbenzu responde básicamente a orientaciones distintas de las que presiden la novelística en trance de renovación de sus mayores: en el caso de ellos, se trata de reorganizar una obra; en el de Guelbenzu, de construirla desde su punto de partida inicial. El mercurio es el primer coup d’essai de un escritor que se va descubriendo a sí mismo como tal en el curso de la redacción. (No quiere decir con ello que la novela esté hecha a ciegas o al azar; que al tiempo que un acto de creación constituye un autodescubrimiento es rasgo propio de toda obra literaria juvenil —e incluso de toda obra literaria.) A primera vista, tres nombres de la novelística reciente acuden a la memoria del lector de El mercurio: Luis Martín-Santos, Julio Cortázar y Guillermo Cabrera Infante, influencias a las que en principio sólo cabría calificar de benéficas. Más que de Joyce, determinadas descripciones en estilo de pastiche paródicamente solemne (de la vida madrileña, o incluso de la propia adquisición del Ulysses) vienen de Martín-Santos, y constituyen en cierta medida un homenaje implícito a este escritor; una de las empresas capitales del malogrado novelista fue, en efecto, la incorporación de los procedimientos joyceanos a la tradición novelesca española. De Cortázar (Rayuela) y Cabrera Infante (Tres tristes tigres) viene la aparente ausencia del desarrollo de una trama central al modo clásico —sustituida por un puzzle abierto a las más varias implicaciones— la voluntad —también joyceana, cierto— de experimentación lingüística, y la ubicación de la obra en medios intelectuales, donde las conversaciones sobre temas literarios o artísticos (con alusiones y aparición de personajes reales) desempeñan un importante papel. (Evidentemente, las características precedentes constituyen sólo un enunciado esquemático y sintetizador: ninguna obra se reduce a sus influencias.) La contraportada del libro pone particularmente de relieve la última de tales características: de hecho, ante el lector medio la mayor novedad, a nivel temático, viene dada por la presentación de un mundo de jóvenes intelectuales madrileños, al que sería difícil encontrar precedentes en la literatura (y en la sociedad) española de otros años. Con todo, episodios como Donde se narra una historia sorprendentemente vulgar o Hoy por la noche, y otros pasajes, muestran que la intención de Guelbenzu va más allá: se trata de dar toda una visión del actual vivir madrileño. (Aquí el recuerdo de Tiempo de silencio se hace nuevamente presente.) En la presentación de una sociedad desde una óptica personal, algunos pasajes de caleidoscopio madrileño o la descripción del colegio religioso poseen, aparte de consideraciones sobre su experimentación estilística, una eficacia testimonial indudable.

Sin embargo, El mercurio importa sobre todo —para el autor y para sus lectores— a nivel estético. Se trata fundamentalmente de una empresa experimental de renovación de las estructuras usuales de nuestra novelística. Así, junto a los fragmentos de crónica citados —e indisolubles de ellos en la arquitectura general de la novela— hallamos episodios más o menos fantásticos, que evocan a Kafka o a Cortázar (“La marmota” o “El ascensor”) y, actuando a modo de puntos de referencia o hilos conductores, cumplen en el conjunto de la obra la misma función que en otras partes los collages, pastiches y alusiones literarias. Que la voluntad de ruptura estilística obtenga a veces resultados desiguales (al arranque de la novela, por ejemplo, le falta a mi juicio algo de fluidez) entraba desde un principio en las inevitables reglas de juego y no es consideración que a fin de cuentas venga a paliar el balance positivo de la obra.

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