La noche en casa

1978 - CARMEN MARTÍN GAITE

«Uno jamás puede librarse de sí mismo y, si se interroga, adquiere una pasión que quizá sea la más alta y solitaria de todas: la lucidez, que no es un estado, sino una desgracia digna, un mal menor apasionado; el cuerpo nos salve de su voracidad».

En esta frase, inserta, como al descuido, entre las reflexiones de Chéspir, el protagonista masculino de La noche en casa, se nos da una de las claves principales de la última novela, tan lúcida como desencantada, de José María Guelbenzu. Se trata, en definitiva, de poner de relieve, a lo largo de una historia rabiosamente actual, las eternas contradicciones —tan hamletianas— entre el ritmo de la mente y el del cuerpo, «compañero de castigo, soporte de una mente a la que ya no tolera».

José María Guelbenzu, nacido en 1944, analiza en este relato (que presenta afinidades muy sintomáticas con una de las mejores películas españolas recientes: Tigres de papel) los conflictos de una generación de universitarios marcada por las consignas de desmitificar el amor y por el pudor de idealizarlo. Las secuelas restantes de esta educación antisentimental, de esta prohibición crítica y defensiva de la ternura, redundan en una añoranza inconfesada —pero no por eso menos intensa— de los sentimientos proscritos, que se pretendieron esterilizar. Toda esta gente, voluntariamente desarraigada, esclava de su libertad, adicta a unas relaciones desparejadas, informes y fugaces, padece, a la postre, en lo mas hondo de su ser, la nostalgia de esas raíces en las que abominó. El mayor acierto de la novela de Guelbenzu es poner de manifiesto esta añoranza, esta incapacidad para gozar y sentir, esta carencia de norte, mediante un lenguaje acorde con el que ha suministrado los modelos literarios y expresivos a esta generación hipercrítica, no renegando de él. De este acierto, sin embargo, emanan también ciertos excesos de fidelidad mimética a una jerga que, a veces, incurre en una pedantería cargante y en algún chiste innecesario. Pero estos fallos veniales no alcanzan a enturbiar el fluido proceso narrativo ni a vulnerar el hilo del discurso, estructurado sobre una trama muy sencilla y de corte absolutamente tradicional. Dos antiguos compañeros de curso, un chico y una chica, que mantuvieron relaciones cuya importancia ninguno de los dos ha confesado nunca al otro, se reencuentran, por azar, en una ciudad que les es ajena y reanudan, en el lapso de una noche, la conversación y el amor que les unió, necesitados ambos de un interlocutor y de un refugio para sus respectivos problemas.

Pasan la noche en casa, en una casa prestada que nada les recuerda ni les dice; y ese mismo decorado impersonal, inhóspito, ajeno, apenas descrito, significa un acertado contrapunto del desarraigo que los junta, de la intensa provisionalidad del encuentro fugaz, desesperado y ardiente, acentuando la persistente sensación de abandono, de búsqueda de identidad que ambos padecen y que lleva a cada uno a tratar de espejarse en el otro. Saben que es una tentativa inútil por apresar algo a alguien, un espejismo, saben que luego, a las pocas horas, volverán a estar mortalmente solos, y eso torna más patética y encarnizada su voluntad de hacer durar las horas de la noche, de entregarse a la ilusión, de soñarle un futuro, unas raíces más perennes. Se buscan vorazmente, a través del cuerpo y de la palabra y arrojan a la hoguera resultante, como trastos viejos, con una especie de frenesí ceremonial, y casi vengativo, el cúmulo de tedios, rencores y soledades que han jalonado el tiempo de su reparación.

Novela de intenso erotismo y desgarro presidida pudorosamente, amorosamente, por el afán recóndito de analizar las raíces del desamor.

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