Cornell Woolrich. Prólogo a "La ventana indiscreta y otros relatos"

16/2/2009 - JOSÉ MARÍA GUELBENZU

En realidad es un caso único y bien puede decirse que el creador –o el Rey, como se le llamó- de un subgénero específicamente conocido con el vocablo inglés suspense. Sin embargo, el conjunto de las narraciones que le han hecho famoso participan de distintas variantes del género policíaco: el policíaco clásico, el thriller, la novela de misterio, aunque en todas ellas el suspense es el eje sobre el que giran. Pero, en fin, la hipotética clasificación es asunto menor en comparación con lo evidente, que es la singularidad de la obra de este escritor.
Cornell Woolrich nació en Nueva York el 4 de Diciembre de 1903. Hizo sus primeros estudios en la DeWitt Clinton High School y posteriormente ingresó en la Columbia University, donde unos dicen que se doctoró en 1925 y otros que no llegó a acabar sus estudios. En un principio, sus intereses como escritor le llevaron a concursar a un premio de novelas instituido a medias por una revista y la productora Paramount; el importe del premio le sufragó un viaje y estancia en Paris que duró lo que le duró el dinero. De regreso a los Estados Unidos, tomó la decisión de ser escritor. Su primera novela apareció en 1926. Su gran período creativo de produjo entre 1934 y 1946. Ha publicado un total de dieciocho novelas, de las cuales trece son policíacas, y una veintena de volúmenes de cuentos que le dieron a conocer en todo el mundo. A pesar del éxito de sus libros y debido a su carácter inestable, acabó por encerrarse poco a poco en sí mismo. Desde el año 1957 su refugio –o mejor sería decir su casi único territorio vital- fue la habitación de un hotel neoyorquino. Acabó sus días solo, neurótico y alcoholizado, habiéndose alejado progresivamente de todos sus amigos y conocidos, atado a una silla de ruedas a consecuencia de la amputación de una pierna por gangrena. Murió en 1968.
Si tuviéramos que buscar dentro del género policíaco un escritor de características parecidas, el único que puede recordárnoslo es Harry Stephen Keeler, que empezó a publicar con posterioridad a Woolrich. Autor muy popular en su momento dentro de un subgénero al que pertenecen el Fu-Manchú de Sax Rohmer o las novelas de La Sombra, destacó por la originalidad de sus intrigas en obras tales como Las gafas del señor Cagliostro o Noches de Sing Sing. El punto fuerte de Keeler eran la búsqueda de lo azaroso, las casualidades increíbles y las situaciones no menos imposibles; en El caso del cuerpo loco, por ejemplo, nos encontramos con un ataúd que contiene un cuerpo desnudo: la mitad de ese cuerpo pertenece a una mujer china y la otra mitad a un hombre de raza negra. En Noches de Sing Sing, que se compone de tres relatos, éstos corresponden a otros tantos condenados a muerte por un crimen del que se sabe que uno de ellos no puedo ser el autor; el gobernador del Estado entrega un indulto en blanco para que uno de los tres ponga su nombres en él y los tres deciden relatar inventar una historia y narrarla al carcelero la noche anterior a la ejecución; el autor de la que el carcelero considere la mejor, será el indultado. La tensión angustiosa es doble: no sólo se trata de inventar un relato apasionante sino de conseguir que lo sea tanto como para salvar la vida. Narrar para salvar la vida: no hay mayor emoción y, pensándolo bien, no hay mejor imagen de lo que es la vocación literaria; tampoco un mejor ejemplo de lo que es un relato de suspense. Este modo de enhebrar relatos recuerda un libro magistral de Jack London, El peregrino de la estrella. En todo caso, de lo que se trata es de señalar una tradición de narraciones en las que la imaginación lúdica juega un papel preponderante. Sin embargo, entre Keeler y Woolrich hay una diferencia notable: el fondo que anima sus historias, la intención, por así decirlo. Donde Keeler trata de entretener sin más al lector, de manera que acaba enredándose en su propio ingenio, Woolrich –estilista muy superior- está expresando una zozobra existencial muy aguda. Keeler acaba rizando rizo de las causalidades imposibles de tal modo que frecuentemente acaba en el delirio. La imaginación de Woolrich, en cambio, aprovecha esas situaciones límite que componen la mayor parte de sus relatos y novelas para hablar de la condición humana. Y hay una coincidencia más entre ambos: Keeler fue internado en un manicomio a los veinte años; Woolrich acabó paranoico. Es muy posible que estos síntomas tuvieran mucho que ver con la desbordante imaginación de ambos, pero donde Keeler organiza intrigas que se agotan en sí mismas, Irish alcanza a tocar la fibra humana con ellas.
Como se puede advertir, la intriga se convierte en una especie de carrera contra el reloj del o los personajes de cada historia para intentar salvarse de una situación límite. Por aquí es por donde viene la gran aportación al género policíaco de Cornell Woolrich porque lo que cambia de modo radical con su aportación es el punto de vista del relato. En sus novelas y relatos el protagonista es, por lo general, la víctima, cosa que hasta entonces no había sucedido en el género. Lo que él como narrador hace, con incuestionable maestría, es colocarse en el lugar de la víctima, no del detective, como hasta entonces se ha venido haciendo. Y de ahí, precisamente, nace el suspense porque lo que se sigue es la obligada, inevitable simpatía del lector por la víctima, creando una solidaridad emocional que se manifiesta en progresión geométrica durante la lectura. El lector, como el protagonista, pende de un hilo y la descarga emocional es brutal. Lo que hace nuestro autor no es preguntar al lector: ¿Quién cree usted que es el asesino?, que es la pregunta clásica del policial tradicional sino: ¿Qué haría usted en una situación como ésta?
¿Qué es lo que origina esa descarga y, en general, la formidable creación de la intriga en las historias de Cornell Woolrich? Pensemos por un momento en el escenario, asunto de extrema importancia a la hora de construir el angustioso clima de sus relatos. Para llegar al escenario es menester detenerse en la realidad de la vida en los Estados Unidos en la época en que comienza a escribir nuestro autor. Su primera novela, Cover ranger, es de 1926. Tres años después el país sufre una conmoción catastrófica: es el crack de la Bolsa y la Gran Depresión. Gente arruinada de la noche a la mañana que se suicida tirándose por las ventanas de los rascacielos en Nueva York y las miles y miles de familias deambulando por el país en busca de un trabajo miserable que les permita sobre vivir una semana más. Una imagen dolorosa y patética de lo que son las ilusiones perdidas no ya por los adultos sino por los jóvenes -es decir, por quienes deben de tener en sus manos el futuro del país- nos la da una de las cumbres de la novela negra: ¿Acaso no matan a los caballos?, de Horace McCoy. Es la historia de dos jóvenes, chico y chica, desconocidos entre sí, que acudieron a la ciudad intentando labrarse un porvenir y que ejemplifican su derrota participando en un concurso maratoniano de baile. Estos concursos consistían en bailar sin detenerse, durante varios días, durmiendo de pie (apoyado el durmiente en la pareja que se mantenía despierta y turnándose así) hasta que sólo quedaba una pareja en pie, que se embolsaba el premio. Los concursantes acudían por el alibí del premio, pero también porque sabían que en los días que durase su participación, antes de caer agotados, comían. Fueron concursos muy populares, la gente acudía a contemplar el espectáculo y se cruzaban apuestas; fueron también la representación atroz de una época sin esperanza.
Este desolador paisaje humano está en el fondo de buena parte de los relatos de Cornell Woolrich. En concreto, la que quizá sea su obra maestra, Deadline at down (“El plazo expira al amanecer”, en la versión española) tiene muchos puntos en común con la novela de McCoy (que es posterior) empezando por la pareja de jóvenes que se enfrenta a una situación límite producto de su desesperada situación en la ciudad hostil. Woolrich vivió esa época de precariedad e incertidumbre en el que la mayor parte de la gente estaba colgando de un hilo y aunque su situación como escritor era, si no boyante en un principio, al menos razonable, su sensibilidad no dejó de captar ese clima ominoso alrededor de las gentes de clase media baja americana en tiempos de crisis que son casi todos sus protagonistas.
El gran novelista policíaco francés Thomas Narcejac explica perfectamente el cambio que genera Woolrich: “El suspense es una novela-problema cuyos elementos se han dispuesto de manera enteramente nueva. Si miramos las cosas con un poco de distancia, vemos que toda novela policíaca recurre a tres personajes clave: el cazador, el cazado y la víctima. En la novela-problema clásica, la víctima es quien da la señal para que comience la cacería y al punto se hace olvidar. En el thriller, lo que retiene la tención es el duelo entre el criminal y el policía, duelo durante el cual caen numerosas víctimas que apenas si notamos. Pero, en cambio, en el suspense es la víctima la que se constituye en figura principal. Alguien es amenazado; alguien siente el peligro que se acerca y trata en vano de ponerse a salvo. Por ello, alguien se constituye entonces en un personaje que aprendemos a conocer, un personaje que posee una “intimidad” y que, al mismo tiempo, se hace apreciar”.
Este texto de Narcejac es de una precisión envidiable. Aquí nos hemos deshecho ya no sólo del duelo detective-criminal en el que el primero acosa al segundo que se defiende, por lo general, tapando los agujeros que han quedado en su primer asesinato con nuevos crímenes hasta que comete el error fatal que permite al detective atraparlo y darnos la explicación final a los admirados y agradecidos lectores. Esto quiere decir que el lector ha sido un espectador pasivo de un drama que se desarrollaba ante sus ojos y en el que no podía intervenir más que como lector distante; todo lo apasionado e intrigado que se quiera, pero a la distancia y, como mucho, su intervención en la historia es la de emular al detective y tratar, si el autor cumple con las reglas convencionales (con lo que llamaríamos el código de honor del escritor policíaco), de descubrir al asesino antes del final; el detective suele estar a la vista como tal y el asesino camuflado entre un grupo de sospechosos.
El elemento clave en la distinción de Narcejac, y el que explica el lugar de Cornell Woolrich en el género, es el que aquel denomina “intimidad”. En efecto: esa víctima que solía ser un personaje cuya función es la de desencadenar la acción se convierte de pronto en alguien que no sólo está en primer plano durante toda la novela sino que, además, nos permite acceder al interior de su persona. Lo que quiere decir esto es que el lector va a identificarse o a solidarizarse con la víctima y que va a acceder a la historia desde el punto de vista de esa víctima. En ese momento, el perseguidor o perseguidores del (o la) protagonista, se convierten en una amenaza definida que marca los tiempos del relato, pero cuya identidad nos interesa menos que la del perseguido porque es, ante todo, el acorralador de la víctima y no debe salirse de ese papel; todo lo cual sitúa a la víctima –esa víctima que, habitualmente, es un cadáver del que apenas si se son solían dar unos datos anecdóticos para integrarlo en el escenario antes de pasar al olvido del lector- en un plano de excepción que nos permite conocerla a fondo, pues es en las situaciones límite donde las personas se muestran al máximo de tensión y, en consecuencia, donde quedan más al descubierto. ¿Qué es lo que hacemos como lectores de suspense? Ponernos en el lugar del perseguido, tratar de salvarnos con él o de acompañarle en su salvación. Éste es el punto por donde se rompen las reglas del juego; a partir de ahora el suspense entra por derecho propio en una categoría especial dentro del género policíaco.
El suspense no tiene por qué acabar bien, cosa que anteriormente nunca sucedía: el asesino acababa cayendo en manos de la Justicia de un modo u otro, incluso cuando preferían suicidarse (o se les inducía a hacerlo) antes que afrontar su crimen. En las novelas de Woolrich, las hay que acaban bien y las hay que no. En El plazo expira al amanecer, por ejemplo, la propia prueba constante y acumulada a la que es sometida la pareja protagonista exige un final razonablemente feliz porque otra cosa sería insoportable para el lector después de pasar las que ha pasado en la “intimidad” de estos dos personajes, en cambio en I wouldn´t be in your shoes (“No quisiera estar en tus zapatos”), la solución llega demasiado tarde para la víctima; es el trato dado a la historia, su construcción y su intención, lo que hace que un resolución salve y la otra no pueda devolver la vida a la víctima. Incluso hay víctimas que en la solución a su problema llevan su dolor, como es el caso de esa pequeña obra maestra titulada After dinner story (“Lo que la noche revela”). Esta novedad, el que pueda acabar mal la historia, redobla la carga dramática y la incertidumbre y, por ese lado, acerca el género a los modos literarios característicos del siglo XX, lo cual no quiere decir que el género en general no sea capaz de adoptarlos, pues es inevitable incorporar todo avance; de hecho, la novela negra, que supone otro paso adelante y un campo nuevo de expansión, es un ejemplo perfectamente claro. Todo el género evoluciona, como toda escritura, con los tiempos; lo que el suspense aporta es un nuevo punto de vista que abre unas posibilidades hasta entonces desconocidas (y que la novela negra explotará al máximo: véase, por citar un ejemplo actual, Primera sangre, de Jim Thompson, la historia de John Rambo). Habrá quien lo use para el mero entretenimiento (y volvemos al ejemplo extremo de Harry Stephen Keeler) y quien, como Cornell Woolrich, lo emplee en realizar un ejercicio característico de la novela de la segunda mitad del siglo XX: lo que William Faulkner llamaba “la escritura que sirve para exorcizar a los demonios que acosan al escritor”. Cornell Woolrich, lo sabemos ahora, tenía mucho demonios acosándolo, demonios que al final pudieron con él; pero, entretanto luchaba con ellos, dejó un puñado de historias memorables para ejemplificación o escarnio, no se sabe muy bien, de la vida misma.
Cornell Woolrich es la antítesis de la novela-problema, es decir, de aquella en la que el misterio se presenta junto con el cadáver y lo que seguimos son las evoluciones del detective para resolver el problema que plantea el crimen. En el suspense el problema no es tal, pues conocemos al presunto culpable de algo, al que acorralan las circunstancias y lo que nos importa es saber cómo conseguirá demostrar su inocencia. En una de las novelas de Woolrich el personaje es alguien atropellado en la calle; cuando se reincorpora y mete la mano en su bolsillo, descubre un estuche que no le pertenece; cuando regresa a su casa, ésta está vacía… así, poco a poco, comprende que había perdido la memoria y que con el golpe recibido acaba de recuperarla. Consigue encontrar a su esposa, que le recibe con harto recelo, y comprueba que han pasado cuatro años desde que salió de su casa. ¿Qué ha sido de él durante el tiempo en que ha permanecido ausente? Esta es la historia-tipo de Cornell Woolrich o William Irish. A partir de ese momento, el personaje comienza a correr una carrera de obstáculos porque cada vez que lega a alguna conclusión o logra aclarar una situación, se mete en otra peor. El suspense, pues, proviene de una lucha contra la apariencia de las cosas que, indefectiblemente, le señalan y acorralan como culpable de algún desorden que altera su vida por completo.
Si a William Irish se le ha llamado “el rey del suspense” a Alfred Hitchcock se le conoció como “el mago del suspense”. Quien haya visto una de sus más famosas películas, North by northwest (“Con la muerte en los talones”) reconocerá en seguida todas las características del relato de suspense que acabo de mencionar en el párrafo anterior: la carrera de obstáculos de Cary Grant para demostrar su inocencia dio lugar a una película legendaria. Todo hace pensar que en el destino de ambos creadores, Irish y Hitchcock estaba escrito el encuentro y así fue. El relato que da título a este volumen, Rear window (“La ventana indiscreta”) es una pieza maestra como escritura y como cine. La diferencia –que en un maestro de la visualidad como el director británico no podía ser de otro modo- está en el acompañante del personaje que se encuentra con la pierna enyesada atisbando a sus vecinos por la ventana de puro aburrimiento de convaleciente impedido. En el relato, el acompañante es un criado, Sam, que trabaja por horas en la casa del protagonista; en la película, la acompañante del protagonista es su novia, una hermosa y sofisticada muchacha encarnada por Grace Kelly, que es quien marca la diferencia en el cambio del papel impreso al look que requiere la película. Aquí, la suma de obstáculos que ha de superar el personaje procede del riesgo al que lo empuja la curiosidad; es decir, que no se trata de un hombre inocente que de pronto se encuentra envuelto en un delito que lo acusa sino de un aburrido mirón al que su aburrimiento va a jugar una mala pasada y poner en manos de un asesino; no es una víctima de inicio sino que se convierte en víctima gracias a su imprudencia y, entonces, con lo que nos encontramos es con el relato de una imprudencia; un aimprudencia, por cierto, en la que lo de menos es saber si el hombre de la casa de enfrente asesinó o no a su esposa, pues el verdadero suspense está en la propia acción, sea cual fuere el resultado.
Este modo de hacer es también característico de Woolrich. Se trata de presentar una situación de lo más inocente e irla convirtiendo paulatinamente en una situación desesperada. El comienzo de “Proyecto de asesinato” es ejemplar: dos mujeres hablan de sus cosas mientras toman el té; Woolrich hace un guiño al lector diciéndole: “si supiera de lo que están hablando…”; entonces nos sitúa en la mesa de las dos mujeres y, en efecto, están hablando de algo muy distinto a ropa y amores; sin embargo, el modo en que Woolrich nos aproxima a ellas sigue haciéndonos pensar que se trata de un juego que ya hemos captado, que sabemos a dónde se dirige. Ahora bien, en cuanto entramos en una conversación posterior entre una de las dos mujeres y su marido, un admirable juego de luces y sombras crea una sensación más inquietante de lo que debería ser. El lector se recupera cuando comprende, a medida que avanza el relato, que sus previsiones se van cumpliendo y piensa que de nuevo tiene el dominio de la situación; entonces ocurre algo quizá previsible que, a pesar de todo, le sorprende y cuando está convencido de haber alcanzado el climax, será Woolrich quien lo alcance a él.
No siempre las historias tienen finales duros o desdichados, ni las víctimas son seres desdichados que han de sacar fuerzas de flaqueza para enfrentar a la adversidad. Dos de las historias contenidas en este volumen son historias de amor. La primera, El pendiente, consigue utilizar el suspense como vehículo de una auténtica declaración amorosa y lo hace de manera magistral; la segunda, A través del ojo de un muerto, es un cuento de amor filial donde la intriga actúa al descubierto y de menos a más, de manera que, sin ocultar nada, logra una emocionante aventura con final feliz.
En el fondo, la mayoría de la historias de Woolrich hablan de la felicidad, del miedo a perderla o de la necesidad de alcanzarla. Sus casi siempre desvalidos personajes a menudo recuerdan y añoran una felicidad perdida o que pueden alcanzar; es crucial en ellos la pérdida de esperanza hasta que tienen que luchar por su vida; entonces la lucha por la vida desplaza cualquier otra preocupación o añoranza y se mueven en pos de su salvación, acorralados y con el tiempo contado (“hay que conseguir algo antes de que…”). Pero ese anhelo de felicidad que, de un modo u otro, siempre está presente en la conciencia de sus personajes, aporta un toque romántico que es ingrediente importante de la emoción necesaria que acompaña al desarrollo de sus historias.
Cocaína es un ejemplo de suspense anclado en una pesadilla. En estos casos, nos encontramos con personajes anulados por un acontecimiento casual, quizá producto de su imprudencia, pero de efectos no deseados. La característica que aquí se agudiza más es la indefensión, una indefensión potenciada por el hecho de que el personaje se ha metido en un embrollo fatal debido a una torpeza. Aquí no hay un destino, o un plan urdido, o una consecuencia inevitable. Lo importante es la torpeza, es decir, que la casualidad golpea a la víctima por su propia incapacidad de entender las consecuencias de sus actos o por puro y duro azar; la mala suerte fatídica. Woolrich utiliza en Cocaína un recurso clásico, el del hombre que de pronto, al despertar tras una noche de francachela, descubre sangre en sus ropas y un cuchillo ensangrentado entre sus pertenencias. Apenas superado el horror de la situación, debe aplicarse de inmediato a recordar entre la bruma que invade su cerebro. Es esta situación otra forma de indefensión clásica, pues se basa en un principio fundamental: el miedo es tanto más aterrador cuanto más oculta está la amenaza, cuanto más desconocida parece en su origen y en su forma. Es oportuno traer aquí el ejemplo de una de las mejores películas de ciencia-ficción que ha dado el cine: Alien (la primera de lo que luego se convirtió en una serie degenerada). La capacidad de transmitir el miedo al espectador estaba justamente en la invisibilidad del alien, es decir: no en que se le ve sino en que no se le ve, de manera que es sólo una amenaza progresivamente aterradora que sólo se manifiesta en forma de presencia ominosa que llena el espacio vacío de la nave hasta que los tripulantes se sienten permanentemente acechados, en cada compartimento, en cada recodo, en cada pasillo de la nave. Lo que era su espacio de protección se ha convertido repentina e inevitablemente en espacio de indefensión. Es la amenaza a la que no se ve el rostro, la amenaza que puede caer sobre cualquiera sin hacerse notar y en cualquier momento, la que suspende el ánimo de la víctima y, de consuno, del espectador o el lector.
Si el muerto pudiera hablar nos introduce en una propuesta fantástica: la idea de que la persona que yace muerta podría explicar la verdad de lo ocurrido. Es un cambio de punto de vista que se introduce en la cabeza del muerto y narra en primera persona la auténtica verdad del suceso. Naturalmente, la propuesta es inverosímil; y aquí nos encontramos con una de las premisas clave de cualquier lectura, lo que se llama “el pacto con el lector”. Todo autor sabe que la manera de hacer creíble una historia es llegar a un acuerdo con el lector: “yo le ofrezco a usted esto y usted me lo acepta”; el pacto no es un acuerdo firmado sino tácito; el autor debe convencer al lector por medio de su escritura; si lo logra, cualquier cosa que le cuente podrá ser aceptada y el relato seguir su curso hasta el final. En el caso que nos ocupa, de lo que se trata es de convencer al lector de que el muerto puede explicar la verdadera razón por la que se ha producido un accidente… que no está tan claro. Pues bien, lo que consigue el efecto, la aquiescencia del lector, es, justamente, el empleo del suspense; lo que consigue Woolrich es que el lector se interese tanto por el misterio que prescinda de la inverosimilitud de la situación con tal de saber qué ocurrió. Esta argucia, que quizá a muchos parezca tramposa es, paradójicamente, la confirmación de la potencia expresiva del suspense. Las cosas suceden de tal modo que el lector no se cuestiona su verosimilitud. El autor opera aquí como un prestidigitador: desviando la atención del espectador, consigue evitar que se percate del truco. Lo que queda es el encanto y la fascinación de la magia.
Tanto en el anterior cuento como en el titulado Los ojos que vigilan, encontramos otra variante de personaje; en este último caso, el personaje valeroso, que también asoma –aunque no con tanta presencia directa- en A través del ojo de un muerto. La anciana parapléjica de Los ojos que vigilan es condenada a un sufrimiento intolerable. La especialidad de Irish son las situaciones límite y pocas los son tanto como ésta. La imaginación del lector, y una riada de emociones, se disparan ante situaciones de este calibre porque su propia imaginación se pone a trabajar inconsciente y solidariamente. También encontramos en este relato la carrera de obstáculos llevada al límite, pues nos hallamos ante un caso de indefensión y sufrimiento extremos y de una salida que, en principio, parece imposible. En relatos así es donde se ve de nuevo al Woolrich herido por sus demonios que añora la felicidad y quiere creer en la capacidad de lucha del ser humano por encima de toda adversidad. En este momento es cuando su imagen, recluído y enfermo en su habitación de hotel, sin querer ver a nadie, resulta verdaderamente conmovedora.
El último de los relatos es una intriga a cara descubierta. El lector lo ve venir todo y sólo le queda preguntarse cómo resolverá el autor el asunto. Está escrita en un tono de comedia un tanto negra, con un look del cine policíaco americano de los años cuarenta y uno no se siente atrapado por el suspense sino, más bien, por la curiosidad de saber cómo acaba la historia. Su propia ligereza da fin a un volumen muy representativo, como se deduce de todo lo expuesto, de la escritura y el mundo de Cornell Woolrich, con un último toque de humor que alivie las emociones precedentes.
La obra de Cornell Woolrich, o William Irish, o George Hopley ha sido llevada al cine en varias ocasiones (Jacques Tourneur, François Truffaut, el mismo Hitchcock…) y no es difícil suponer por qué. Quizá en la producción actual, en las que los efectos especiales y la espectacularidad prima sobre cualquier buena historia que contenga una intriga bien armada, no tenga hoy cabida preferente un producto como el que Woolrich ofrece, pero lo otro se consumirá en su misma insustancialidad y las buenas historias, en cambio, seguirán apasionando al público. Las historias de Woolrich pertenecen a lo mejor que se ha hecho nunca dentro de la intriga de crimen y misterio y la emoción que sigue suscitando su lectura no decae. Este libro lo prueba. Irish escribió decenas y decenas de historias a cual más brillante y emotiva y continuará siendo una referencia fundamental en la literatura de género criminal y una fuente de satisfacción para los lectores de cualquier edad.

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