Monet. La Rue Montorgueil á Paris

24/11/2010 - JOSÉ MARÍA GUELBENZU

El recuerdo preferente que tengo en la memoria de mi primer viaje a Paris, allá por el año sesenta y cinco, es el de la visita al Jeu de Paume. El Jeu de Paume (exactamente “Galerie Nationale du Jeu de Paume”) es un edificio de la época de Napoleón III que se encuentra en la esquina noroeste de los Jardines de las Tullerías. Originariamente estuvo dedicado el “jeu de paume”, que era una especie de antecedente del tenis. Durante la ocupación alemana se usó como almacén de propiedades confiscadas por los nazis, entre las que se incluían numerosas muestras de lo que denominaron “arte degenerado” y que incluían cuadros impresionistas, cubistas y expresionistas. Paradójicamente, como una especie de justicia poética, el edificio acabó albergando la más extraordinaria colección de impresionistas que se conoce y, a partir de 1986, todo este fondo se trasladó al Musée d´Orsay, donde permanece junto a la colección de pinturas de los famosos Salones de Paris. La reunión de academicistas y vanguardistas de la misma época en el mismo museo es una idea brillante y necesaria, pero he de decir que, en mi recuerdo, la magia de aquel caserón donde descubrí a los Monet, Pissarro, Cézanne, Gauguin, Van Gogh, Renoir, etc. permanece como la imagen de un lugar mítico de iniciación, algo parecido a lo que debió de ser para el joven Perceval el encuentro con la corte del Rey Arturo en Camelot.
¿Por qué magia? En el año de 1965 yo tenía veintiún años y por primera vez salía de España rumbo al misterioso, inquietante y anhelado exterior. España era un país tan sumamente rígido como falto de imaginación. El estilo de vida era una mezcla de cuartel y mesa camilla que daba como resultado el apogeo de la áurea mediocritas, una dorada mediocridad asfixiante para un espíritu joven sujeto a la normativa del nacionalcatolicismo. París era por entonces un lugar tan mítico como a corte de Camelot y paradigma de todo lo deseable, empezando por la libertad y la cultura. No me decepcionó sino al contrario, pero el momento cumbre de aquella primera estancia fue el descubrimiento de la pintura impresionista.
Naturalmente, aunque por reproducciones, el impresionismo no era ajeno a mis ojos. Pero ninguna reproducción es capaz de mostrar lo que la pintura original. La alegría, la espontaneidad, la novedad, el colorido, la propuesta visual que aquellos cuadros ofrecían en directo tuvo un afecto anonadante. No se trataba ya de la sustitución de lo figurativo por esa pincelada que hacía desaparecer la precisión de la línea en el contorno de la escena sino de una pintura en la que nada estaba definido, pero todo estaba sugerido. La sugerencia se dirigía en línea recta a la imaginación, golpeaba en ella y abría y fecundaba la mente del observador de una forma insólita, gozosa, exultante. El encuentro con la pincelada –lo que la reproducción no acierta a reproducir-, con la mano del artista era, así mismo, el descubrimiento de una escritura pictórica nueva, de una forma de libertad expresiva real, tangible, distinta y arrebatadoramente moderna.
(sobre la pincelada: mi experiencia en el MOMA con Les demoiselles d´Avignon)
Aquel primer encuentro con la pintura impresionista fue, tal y como lo relato, un deslumbramiento. Lo deslumbrante es un efecto extraordinario, que encandila, pero como su propio nombre indica, también deslumbra, es decir: deja en suspenso la capacidad crítica en tanto en cuanto sólo libera emociones, sensaciones y respuestas inmediatas. Una persona deslumbrada no puede ver con claridad. Es más tarde, cuando el primer impacto remansa, cuando el espectador empieza a preguntarse por el por qué del efecto que lo ha dejado inerme. Ese porqué no es una mera apelación al análisis técnico y ponderado de la impresión recibida sino, además y sobre todo, es la exploración del sentido de la obra, preguntarse por la razón de su existencia y por el modo expresivo por medio del cual ha conseguido afectarnos; lo conseguido es, volviendo a lo dicho antes, fecundar nuestra imaginación. A partir de ese momento es cuando, en mi opinión, comienza el verdadero diálogo con la obra y el verdadero acto de disfrutarla plenamente.
He escogido para ilustrar estas apreciaciones el cuadro de Claude Monet titulado La rue Montorgueil à Paris. Fiesta del 30 de Junio de 1878. Pero antes de entrar en él, me van permitir ustedes que me detenga unos momentos en otros dos cuadros que también pertenecen a esta exposición. Lo voy a hacer solamente a efectos de fijar dos formas de concebir una pintura: la que se corresponde con el concepto de pintura narrativa -es decir: la que contiene una historia activa- y la que podríamos llamar pintura estática –es decir, la que presenta una imagen cuya intensidad consiste en su fijeza.
El primero de los cuadros sobre el que llamo su atención es el titulado L´évasion de Rochefort, de Edouard Manet.
Estamos, como bien puede verse, ante una escena de acción. Un mar nocturno, agitado, proceloso, que crea una sensación de inseguridad sin llegar a ser amenazante. Es una mar que invade todo el cuadro. Una barca de remos que se aleja con unos hombres a popa, uno de los cuales mira hacia atrás mientras otro se mantiene impávido; además distinguimos al remero y unos bultos o, quizá, otro hombre. Y al fondo, la silueta de un barco hacia el que parece enfilar la proa de la barca. El cuadro relata la evasión de Henri Rochefort-Luçay del presidio de Nueva Caledonia en 1874. El cuadro es verdaderamente revolucionario porque así como hasta entonces existía lo que se llama pintura de historia, que se limitaba a grandes escenografías, principalmente de la Antigüedad, ahora en lo que entramos es en la pintura que cuenta una historia; es decir: que narra. Veamos la disposición de la escena: todo el cuadro está invadido por el mar, cuya presencia es la que sugiere el peligro. La pequeña barca se hace frágil en la dramática extensión del oleaje y el barco lejano acrecienta la angustia y la necesidad de llegar antes de ser advertidos. Pero, al igual que sucede en una narración, la mirada no es inocente, la elección del puesto de observación no es gratuita. Los ojos del observador, quienquiera que sea –si es el artista, se erige en narrador él mismo- miran desde lo alto, no a ras del agua ni de la embarcación. ¿Desde dónde mira? ¿Una ventana? ¿Una claraboya? ¿Una sala? ¿Un calabozo? ¿Y quién es el que mira? ¿El pintor? ¿Un cómplice de la huída que vigila la huída? ¿Acaso un guardián de la prisión que acaba de descubrirlos? La postura del hombre a popa, a la derecha, que se vuelve a mirar, revela inquietud y el barco en la lejanía muestra la dramática necesidad de alejarse sin ser vistos. Todo lo cual genera la tensión que contiene un verdadero relato de acción y la acción está en pleno apogeo: la verdad es que, si nos atenemos sólo al cuadro, no sabemos qué sucederá: en el cuadro reinan la incertidumbre, el deseo de escapar, el esfuerzo y el riesgo. Y en el centro de todo, la impresionante presencia del mar, que es el alma de la escena. Edouard Manet está narrando una historia (o, mejor, dicho, sugiriendo la narración de una historia) y, de paso, superando, como decía antes, el clásico concepto de cuadro de historia conocido y desarrollado hasta entonces. Estamos ante un extraordinario golpe de genio, uno de esos golpes de genio que hacen progresar a la pintura hacia el futuro.
El segundo de los cuadros es el titulado Pont de Maincy y pertenece a Paul Cézanne. Este cuadro es el polo opuesto del anterior. Aquí no encontraremos acción alguna y, mucho menos, narración; no hay una historia que contar; no hay ni siquiera una historia en la medida que no posee antecedentes ni consecuentes ni remite a interpretación alguna. Es una imagen que está ahí, sin más, inmóvil, impávida, esperando a su observador. No invita a la excitación, como haría un relato, sino a la contemplación. La pincelada es larga, las rectas se cruzan con las diagonales para estructurar el cuadro y ordenar las masas de color. La luminosidad es considerable en un espacio que, a primera vista, parece umbrío. Hay un encuentro perfectamente equilibrado entre masas, formas y reflejos. Los planos están magníficamente distribuidos, se armonizan de manera delicada y rigurosa a la vez. La escena es perfectamente estática y, a medida que nos adentramos en la contemplación –única opción que parece ofrecérsenos- vamos poco a poco percibiendo la intensidad de este paisaje recoleto. En efecto: su único movimiento es de intensidad. Poco a poco va apareciendo cada vez con mayor nitidez el espacio y, dentro del espacio, el aire parece ser el protagonista, un aire que es mezcla de limpidez y quietud. De hecho, el cuadro parece ofrecer una relación especular consigo mismo, en parte producto de la cristalina presencia del agua. Pero, en contraste con el anterior cuadro de Manet, éste no introduce al observador en el cuadro sino que parece alejarlo, como si sólo quisiera exigirle una impresión duradera y perspectiva. Entonces es cuando por fin el cuadro se revela: el verdadero protagonista del cuadro es el silencio. La intensidad y la belleza del silencio.
Los tres cuadros son de fechas casi correlativas: 1878 el de Claude Monet; 1879 el de Paul Cézanne; 1881 el de Edouard Manet.
Pues bien, establecidos esos dos extremos: pintura narrativa, pintura estática, vamos a acercarnos al cuadro de Claude Monet.
La Rue Montorgueil à Paris tiene un cuadro gemelo titulado La rue Saint Denis y se ha venido considerando siempre como una celebración de la Fiesta Nacional francesa del 14 de Julio. Fue realizado un poco antes, el 30 de Junio, con ocasión de la fiesta de clausura de la Exposición Universal que, como reza la información al respecto “fue una manifestación de entusiasmo nacional y republicano tan sólo unos meses después de los graves enfrentamiento de 1876-1877 entre republicanos y conservadores”.
El cuadro parece casi una lección práctica de aplicación de la técnica impresionista: las pinceladas se ocupan de sugerir el festivo estado de ánimo de la muchedumbre casi literalmente conducida por el alegre colorido de las banderas ondeantes hacia el fondo de la calle en un movimiento global de perspectiva de una expresividad extraordinaria. Los colores de la bandera francesa son dominantes, pero se intercalan en el entusiasmo de la multitud y se agitan en los balcones y ventanas con espléndida naturalidad. Es un retrato de multitudes pletórico y exultante que, tras su arrollador empuje, sugiere algo más: sugiere la aceptación clara y rotunda de una sociedad civil y democrática que emerge de la energía popular. Este sí que es un tema nuevo en pintura y es lo que lo convierte en un cuadro moderno, en una expresión definitiva de la modernidad. Nunca antes se ha presentado un cuadro cuyo tema sea la multitud anónima.
La modernidad es, por así decirlo, un invento del poeta Charles Baudelaire. Después de él, fue Arthur Rimbaud quien la exigió en una frase que se ha hecho famosa: “hay que ser absolutamente modernos”. Rimbaud buscaba mundos nuevos, sensaciones nuevas, expresiones nuevas, una poesía nueva. Su teoría del poeta como vidente le llevó a decir de sus poemas: “esto es lo que he visto, pero no sé lo que he visto”. La suya era una especie de escritura como trance. El lenguaje se desprendía de sus ataduras y de su experiencia, de su pasado, y se manifestaba en absoluta libertad. Todo ello causaba verdadero horror, una suerte de vértigo que hacía llevarse las manos a la cabeza a los defensores de la escritura tradicional, faltos de todo suelo donde apoyar el pie de sus creencias. En pintura sucedía lo mismo y pronto llegaría por ese camino la irrupción de los fauves con Matisse a la cabeza. La gran revolución de los lenguajes artísticos de las Vanguardias de primeros del siglo XX estaba haciendo su entrada de modo irreversible.
Uno de nuestros mejores y más agudos ensayistas, Félix de Azúa, propone en su libro “Baudelaire y el artista de la vida moderna” una comparación que voy a detallar ante ustedes y que representa con perfecta ejemplaridad el cambio del mundo antiguo al mundo moderno o de la mentalidad agrícola a la mentalidad urbana. Se trata de comparar la famosa serranilla del Marqués de Santillana con el poema “Á une passante”, de Baudelaire.
La serranilla es aquella que dice: “Moça tan fermosa/ non ví en la frontera/ como una vaquera/ de la Finojosa”. El caballero la encuentra en un verde prado junto a otros pastores, la elogia debidamente para dirigirse a ella y requerirla en amores; a lo que ella contesta que “non es deseosa/ de amar nin lo espera/ aquessa vaquera/ de la Finojosa”. Estamos en un lugar preciso, donde la gente se conoce entre sí, donde la relación se establece de manera definida entre aristócrata y moza y cada uno ocupa su lugar. Donde el trabajo es personal y los medios de trabajo o de vida son singulares y están personalizados. Los personajes se cruzan y establecen un trato definido y reconocible entre ellos. El territorio también es conocido y común. No es posible pasar desapercibido por esos parajes.
El poema de Baudelaire, “A una transeúnte”, dice así:

La calle atronadora aullaba en torno mío,
Alta, esbelta, enlutada, con un dolor de reina
Una dama pasó, que con gesto fastuoso
Recogía, oscilantes, las vueltas de sus velos,

Agilísima y noble, con dos piernas marmóreas,
De súbito bebí, con crispación de loco.
Y en su mirada lívida, centro de mil tornados,
El placer que aniquila, la miel paralizante.

Un relámpago. Noche. Fugitiva belleza
Cuya mirada me hizo, de un golpe, renacer.
¿Salvo en la eternidad, no he de verte jamás?

¡En todo caso lejos, ya tarde, tal vez nunca!
Que no sé adónde huíste ni sospechas mi ruta,
¡Tú a quien hubiese amado. Oh, tú, que lo supiste!

Es el poema de un encuentro fugaz entre el poeta y una mujer anónima, del cual sólo queda la mirada que han cruzado, el deseo violento e imposible y ese verso final, soberbio, que resume lo instantáneo e inexorable: “Ô toi que j´eusse aimé, ô toi qui le savais!. Una historia sucedida en un segundo al paso y desaparecida, como la mujer entre la multitud, un momento después.
El mundo tradicional campesino, era un mundo definido, abarcable, poblado por gentes conocidas entre sí, donde tiempo transcurre al paso de la Naturaleza, donde la duración es un valor estable y las cosas se reparan y se arreglan cuando lo necesitan, en suma: transcurre en un medio y un tiempo que remiten , por su estabilidad, a la eternidad y a una Norma común e indiscutible, como procedente de Dios, de comportamiento moral.
El mundo moderno, la ciudad donde el poeta se cruza con la transeúnte, es todo lo contrario. Un lugar donde se agita una multitud anónima, donde la duración ha dado paso al consumo a través de la producción en serie que llega con la Revolución Industrial; un lugar, un espacio donde no hay diferencias entre el poeta y la dama, pues nada saben el uno del otro; donde el conocimiento no existe sino como fugacidad y el deseo es una abstracción que ha de llenar la imaginación del poeta. Donde, en definitiva, la eternidad no es lo duradero sino lo instantáneo. La instantaneidad es la eternidad del hombre moderno. El suelo que pisamos y en el que vivimos no es el de la tierra firme que procura trabajo y rentas; el suelo que pisa el hombre moderno es el de la incertidumbre, el de la inseguridad. La Revolución industrial ha trastocado la mentalidad agrícola en mentalidad urbana provocando una tremenda dislocación mental de la sociedad. Ese es el mundo de Baudelaire, ese es el mundo de Monet y de los impresionistas, ese es el mundo de las Vanguardias que darán al traste con la figuración y los conceptos tradicionales de la Estética.
Cuenta Charles Baudelaire la siguiente anécdota: “Una vez un campesino alemán fue a ver a un pintor y le dijo: -Señor pintor, quiero que haga mi retrato. Me representará sentado en la entrada principal de mi granja, en el gran sillón heredado de mi padre. A mi lado, pintará a mi mujer con su rueca; detrás de nosotros, yendo y viniendo, a mis hijas que preparan nuestra cena de familia. Por la gran avenida de la izquierda llegan aquellos de mis hijos que regresan de los campos, después de haber guardado los bueyes en el establo; otros, con mis nietos, hacen entrar las carretas repletas de heno. Mientras yo contemplo ese espectáculo, no olvide, se lo ruego, las bocanadas de mi pipa matizadas por el sol poniente. Quiero también que se oigan los sonidos del Angelus que resuena en el campanario vecino. Allí es donde todos nos hemos casado, los padres y los hijos. ¡Es importante que pinte el aire de satisfacción del que disfruto en ese instante de la jornada, contemplando a un tiempo mi familia y mi riqueza aumentada por la labor de una jornada!”!
Pocos ejemplos podrían expresar mejor y de manera tan elocuente una forma de vida que desaparece empujada por los vientos de cambio que la Revolución Industrial trae consigo y, al mismo tiempo, el cuadro que en la imaginación de ese buen hombre provocaba el amor a su profesión. El cuadro representaría una manera de entender el mundo que se basa en la seguridad que procuran las cosas y las costumbres duraderas y la convicción de que el momento elegido representa el sentido de una vida sobre la tierra. Es admirable la imaginación práctica del campesino y el artista que lo atrape en su lienzo necesitará de semejante imaginación para fijar, por medio de una mirada que lo abarque y disponga ordenadamente, todo ese sentido de la continuidad de la vida. El arte se corresponde así con el medio en que florece. También ahora, en el mundo que vive Monet; pero en el mundo moderno las cosas están cambiando sustancialmente. La vida se ha vuelto de pronto insegura, fragmentaria; porque la conciencia única del hombre antiguo se ha convertido en la conciencia atomizada del hombre moderno. Por decirlo con la frase famosa de Marx: “Todo lo sólido se desvanece en el aire”.
Si recordamos ahora los cuadros que hemos visto antes, observaremos que en los tres hay una propuesta nueva que contiene una nueva forma de mirar. La audacia del relato del cuadro de Manet se concreta en un episodio sugerente que centra el foco sobre unas personas cuya ansiedad y preocupación es reconocible por el espectador. El cuadro de Cézanne plantea la posibilidad íntima de retratar una sensación: la realidad del silencio. Ambos presentan un objetivo concreto tratado con una audacia antiacadémica que se halla lejos de la exigencia figurativa. Están abriendo un nuevo modo de expresión y una nueva sensibilidad. Pero ¿y el cuadro de Monet? Es muy difícil concretar el tema: ¿El jolgorio? ¿La alegría? ¿El nacionalismo rampante? ¿La mera explosión de color? La técnica asombrosa debió de dejar estupefactos a sus contemporáneos, tanto por el efecto de movimiento que el cuadro contiene cuanto por el uso de la pincelada que no define. De hecho, cuanto más nos acercamos al cuadro, más confusión y mezcla se genera a los ojos del espectador hasta el extremo de difuminarse incluso aquellos trazos que, si no definían, al menos sugerían.
Lo que estamos viendo es otro paisaje. Del paisaje al estilo tradicional quedan restos en los otros dos cuatros, pero qué lejos se hallan ya de aquel cuadro soñado por el campesino alemán. Tampoco se advierte en ellos, en ambos cuadros, con la claridad anterior la presencia el autor (que, en el caso del campesino, sería el pintor capaz de reproducir sus deseos); al contrario: como va a suceder en la literatura del siglo XX, el autor empieza a desaparecer tras sus personajes: hemos pasado del narrador omnisciente (el ejemplo perfecto sería el Víctor Hugo de Los miserables) al narrador que se constituye en parte de la narración, sea cual sea la voz que adopte; por su modo de narrar, Henry James o Joseph Conrad están aún presentes en sus libros, pero ya han interpuesto ya la técnica del punto de vista; y en escritores inmediatamente posteriores como Louis Ferdinand Céline o William Faulkner el autor ha desaparecido por completo: el o los personajes que constituyen la historia que se narra aparecen como los verdaderos autores de la novela. Lo mismo podemos decir de los cuadros que hemos visto: el mar por el que se da a la fuga Rochefort, la imagen del puente que parece contemplarse a sí mismo… se están desprendiendo de la presencia del pintor. Pero Claude Monet ha desaparecido por completo tras la multitud enfervorizada y las banderas flameantes que, al unísono, llenan el espacio del cuadro. El protagonista del cuadro de Manet es la fuga, el de Cézanne es el silencio y el de Monet… el de Monet es la multitud en las calles: la representación perfecta de la modernidad.
La ciudad es el lugar propio de la multitud. La ciudad ofrece a sus habitantes una extraña protección: el anonimato. Nadie conoce a nadie, salvo unas pocas personas entre sí. Lo que en los lugares pequeños está siempre a la vista del prójimo aquí queda escondido entre la masa. El anonimato produce independencia y, en cierto modo, sensación de libertad, de no hallarte bajos los ojos escrutadores de tu comunidad; pero también convoca a un enemigo formidable y destructivo: la soledad. Baudelaire dice que las ciudades son “el desierto del hombre” y lo cierto es que la mezcla de soledad y anonimato se compadece perfectamente bien con esa hermosa imagen del poeta. Éste habla del gozo de diluirse en la multitud como de un sentimiento nuevo, inédito:
“La multitud es su dominio (del artista), como el aire es el del pájaro, como el agua el del pez. Su pasión y su profesión es adherirse a la multitud. Para el perfecto paseante, para el observador apasionado, es un inmenso goce elegir domicilio entre el número, en lo ondeante, en el movimiento, en lo fugitivo, en lo infinito. Estar fuera de casa, y sentirse, sin embargo, en casa en todas partes; ver el mundo, ser el centro del mundo y permanecer oculto al mundo, tales son algunos de los menores placeres de esos espíritus independientes, apasionados, imparciales, que la lengua sólo puede definir torpemente. El observador es un príncipe que disfruta en todas partes de su incógnito. El aficionado a la vida hace del mundo su familia, como el aficionado al bello sexo compone su familia con todas las bellezas encontradas, encontrables e inencontrables; como el aficionado a los cuadros, vive en una sociedad encantada de sueños pintados sobre tela. Así, el enamorado de la vida universal entra en la multitud como en un inmenso depósito de electricidad”.
Esta representación del artista en la figura del flaneur, del paseante indolente, se manifiesta de manera exultante: pero el gozo de perderse en la multitud, de observar sin ser observado convive junto al dandy atacado por el mal de ennui, del aburrimiento; el anonimato no es colorido sino gris, la soledad y el desarraigo son terreno abonado en la gran ciudad, la movilidad es un placer y un temor también, la incertidumbre acompaña a todos los que se levantan para ir de mañana al trabajo, la migración del campo a la ciudad crea dolor, miseria e incomprensión muy a menudo… sin embargo, es el reino de los nuevos tiempos y el 14 de Julio la gente se echa a las calles alborozada, dispuesta a disfrutar de una fiesta en la que los miles y miles de rostros anónimos y desconocidos se sonríen entre sí y gritan, cantan, comen y bailan. Es el nuevo orden político y social, es la democracia estallando de entusiasmo.
Y ahí estaba Claude Monet. El cuadro La Rue Montorgueil à Paris es en realidad la confluencia admirable entre un tiempo nuevo y un modo de pintar nuevo. Esa formidable masa de pinceladas coloridas en las que predomina la bandera francesa, que reúne y empuja hacia el futuro a la multitud, las calles y los símbolos, es la expresión de una voluntad nacional y social servido por una técnica nueva que desdeña la definición a favor del efecto, en busca de la impresión general que contiene el alma del tema que retrata el cuadro donde, en términos de igualdad, una multitud se erige en personaje. Incluso en los antiguos cuadros que retratan escenas de masas hay una disposición jerárquica: aquí no, aquí la calle, las banderas ondeantes y la multitud que celebra son una sola y misma cosa. Este es un paisaje urbano visto desde una altura que quizá sea la de una ventana alta, donde se sitúa el observador anónimo. La multiplicidad de pinceladas no define, como decíamos anteriormente, sino que sugiere. Y en la sugerencia hay también una intención política en la medida en que los colores básicos son los de la bandera nacional. El crítico Philip Nord considera que este cuadro es, cito textualmente, “una representación del “momento republicano” que marca la emergencia de una sociedad democrática y su arraigo en la Francia contemporánea”. Lo es, sin duda. Pero en lo que quiero insistir es en el hecho de que una forma nueva se corresponde con un orden social nuevo.
(aquí, una reflexión sobre la importancia que ha de tener la sociedad informática respecto de nuevas formas de expresión)
La imagen del artista como el creador susceptible de percibir los cambios sociales y trasladarlos a su creación bajo el efecto de una poderosa excitación creadora empujada por la intuición es una imagen clásica, ésta sí, que en cada tiempo histórico se reproduce con la insistencia del descubrimiento y la curiosidad. No trato de hacer ninguna clase de historia social del arte ni de interpretación restrictiva de ninguna clase sino de hacer ver cómo inevitablemente los cambios históricos se corresponden con todos los demás órdenes de la vida.
La Rue Montorgueil à Paris es un cuadro en el que, sin quererlo necesariamente, es decir, sin que esa fuera la razón consciente y deliberada a la hora de pintarlo, pues Monet registra lo que ve, lo que se vive, del modo que conviene a sus necesidades expresivas, a sus investigaciones formales. Con ello da libre curso a la nueva concepción de la vida civil y urbana que el mundo finisecular está evidenciando. En él se celebra un cambio radical, pero no está hecho con la intención de conmemorarlo sino que responde más bien a una actitud entusiasta ante lo nuevo. En el prodigioso poema final de “Las flores del mal” se encuentra la clave de todo el audaz movimiento hacia adelante que el arte emprende sin vacilar y que da lugar, como dije antes, a la revolución de las Vanguardias, la cual no es sino la consecuencia del hundimiento de la vieja Europa, del ancien régime que se derrumba tras la guerra del 14-18, y el nacimiento dolorosísimo de la Europa que surge de esas cenizas. El poema se titula “El viaje” y termina así:

Deseamos, tanto puede la lumbre que nos quema,
Caer en el abismo, Cielo, Infierno ¿qué importa?
Al fondo de lo ignoto para encontrar lo nuevo!

A lo largo de “Las flores del mal”, Baudelaire ha ido pasando revista al mundo que le rodea en busca de un sentido: la ciudad, el día, la noche, la belleza, el vicio, la corrupción… todo lo ha visitado por dentro del icono del nuevo tiempo: la ciudad. Al final reniega de todo, no tiene miedo a nada (“Caer en el abismo….). Lo nuevo: la pintura de Clade Monet abriendo las puertas al arte moderno.


José María Guelbenzu.

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