Son incontables las películas y los libros dedicados al tema del amor. No son pocos los dramas que muestran a hombres luchando encarnizadamente por su amada o a damiselas bañadas en un llanto idílico. Tampoco faltan las comedias que terminan de velo y corona.
La novela es siempre un género de madurez. Su arquitectura, así como la construcción de personajes, presenta una laboriosidad que se nutre tanto de experiencia como de reflexión, lo que en definitiva requiere tiempo y perspectiva. Solo al frisar cierta edad puede un escritor trazar con tino cierto tipo de novela.
El mismo novelista que en 1968 escribió El mercurio, novela pionera que rompe con todas las convenciones del realismo, se convierte en uno de los más devotos cultivadores de la novela con voluntad de novela que nace con el romanticismo y culmina en el realismo, sin abandonar su afán renovador.
Desde “Romanticismo” (2001), la gran novela de Manuel Longares, no había leído una obra tan buena sobre ese periodo histórico y la generación de españoles que coincide con la del autor.
El amor verdadero es la mejor novela de Guelbenzu (1944), uno de los mejores novelistas españoles de nuestro tiempo. En sus páginas confluyen temas, técnicas y personajes tratados por el autor madrileño en obras anteriores.
Intensa, sabia y conmovedora, Guelbenzu reflexiona en su nueva novela sobre la naturaleza del destino. Es también el retrato de una generación que vivió su juventud en los años sesenta.
Aseguran algunos que el público lector demanda novelas que reconstruyan episodios históricos lejanos o cercanos porque ansían la verdad y prefieren relatos reales, en lo posible adobados con una buena dosis de casticismo costumbrista y color local.
Con una dilatada carrera literaria a sus espaldas, y tras dos novelas últimas del género policíaco, que había resuelto muy bien, pero que significaban “otra cosa”, José María Guelbenzu afronta de nuevo una novela de gran calado, comprometida como pocas...
“Y has de saber que un narrador cuenta desde donde le interesa contar y no está obligado a contar más que aquello que le interesa transmitir. No está obligado a contar el mundo sino la parte de mundo en la que se ha detenido.” (p. 201).