2007 - JAVIER GOÑI / EL PAÍS
La jueza Mariana de Marco vuelve a resolver un caso enigmático, un cadáver hallado en posición de arrepentimiento. De esta manera, su creador, José María Guelbenzu, confirma su dominio del género policiaco, en el que mezcla sabiduría y amenidad.
Cuando en 2001 José María Guelbenzu publicó una novela policiaca (o así), No acosen al asesino, sus lectores y él mismo (acaso) creímos que se trataba de un divertimento, una obra menor, a ver qué pasaba. Aquella novela -un excelente e inteligente pasatiempo- la firmaba Guelbenzu con su nombre completo y llevaba una cita, clara pero prestigiosa, de Oscar Wilde. Tres años después volvía a la carga con su heroína, la juez Mariana de Marco -una mujer que debería tener rostro ya en el cine español-, volvía con La muerte viene de lejos y con ella el autor parecía convencido de haber iniciado una estupenda "línea blanca" en su literatura, una serie de relatos más o menos policiacos y que a partir del segundo, aquél, los firmaba como J. M. Guelbenzu, en lugar de buscar un seudónimo como se hace en el mundo anglosajón, cuando se es serio.
Aquí ya Guelbenzu, también culto, no se cortaba y citaba a Agatha Christie, como en esta tercera a Ellery Queen (quién lee hoy a Ellery Queen, que fueron dos y americanos, y primos, creo). Pues bien, con tres novelas ya publicadas, en esta nueva línea, ya podemos enfatizar que Guelbenzu es un excelente cultivador del género, donde mezcla con mucha sabiduría literaria amenidad, ingenio, humor, observación. Es cierto -la cita de E. Queen- que la cosa, como todos los crímenes, empieza con cadáver, y éste, además, arrepentido, en posición de pedir perdón, vamos. Y es cierto también que como en las buenas policiacas la resolución final no importa tanto, sino el camino que nos lleva a esas últimas páginas -la jueza y el capitán de la benemérita, en diferente posición, se quitan la palabra para resolver el enigma-. Lo estupendo aquí es cómo avanza la jueza -a la que nadie le ha pedido que meta la nariz, sino que se contente con asistir a una boda- en el pasado, cómo los cadáveres -metafóricos- de las familias (es la familia, estúpido, como decía Clinton de la economía) salen a orearse y a poner en un aprieto a sus descendientes. Guelbenzu se atreve con todo, se le ve seguro: tarambanas, mujeres fatales, tesoros escondidos, corazones que estallan, cartas rasgadas, habaneras, grandes expresos, amores de perdición, y con todo puede.
Y así es: ha escrito una estupenda novela jugando con los trucos del género y en ningún momento descuida a su jueza, que no es una nariz como Poirot, una metementodo como Miss Marple, un excéntrico como el lord Peter de la Sayers (esa espléndida inglesa, que nos está editando Lumen y de la que se ha ocupado Guelbenzu en estas páginas). A esta jueza le da, en ocasiones, párrafos para ella sola, para que respire a su manera, para que sienta y se relaje, y todo ello resulta tan femenino que los lectores (masculinos) sentimos como si la observáramos, el balcón bajo abierto, desde el jardín. El novelista me parece un buen observador de mujeres y, lo dicho, la jueza debería tener rostro en el cine español.