2009 - ANA RODRÍGUEZ FISCHER
UNA JUEZ DEVOTA DE FLAUBERT
“Quien no arriesga, no pasa la mar”. Era la frase con la que a menudo un viejo marinero de Asturias concluía sus relatos: jugosos recuerdos de aventuras en aguas cántabras o atlánticas. La frase me viene a la memoria por más de un motivo: porque Un asesinato piadoso transcurre en una ciudad portuaria del norte de España, G. –es decir, Gijón-; porque aquí y allí aparecen palabras y expresiones características del habla asturiana (y que a la propia protagonista de la novela la sorprenden y detienen más de una vez); y sobre todo porque la frase se presta bien para empezar a hablar de la aventura narrativa emprendida por José María Guelbenzu en 2001, cuando publicó No acosen al asesino y dejó perplejos a unos cuantos. A esta primera entrega policiaca le siguieron La muerte viene de lejos (2004) y El cadáver arrepentido (2006).
Entretanto, la protagonista de todas estas novelas, la juez Mariana de Marco, ha ido creciendo y agrandándose a ojos del público lector (que también crece y crece). No sólo en el plano profesional, al pasar de un primer destino en San Pedro –una pequeña villa costera cántabra- a Villamayor –una población mediana, situada en el interior de la provincia aunque próxima a la capital- y ahora a Gijón, ciudad de provincias, sí, pero una población activa y moderna, portuaria, con un importante tejido industrial y comercial; nueva ciudad que ella recorre y explora, dando así cabida en las páginas de la novela a finísimos pasajes donde se explora el pulso de la ciudad y las transformaciones urbanísticas recientes, aspecto éste –la plasmación de los espacios, el dibujo de atmósferas y ambientes- donde reencontramos al mejor Guelbenzu.
Como también lo hallamos en todo lo relativo al trazado de los personajes, fiel como lo es el autor a las premisas que sobre la novela policiaca expuso en un breve ensayo, “La intriga me mata” (escrito específicamente para acompañar el debut literario de su “detective”, la juez Mariana de Marco), donde nos habla de su experiencia como temprano y empedernido lector de novela policiaca así como de sus particulares preferencias dentro del género y de su personal concepción del mismo. Y es que estamos ante un autor que en ningún momento permite que la intriga se adueñe de otros componentes de la novela y reine en solitario. A la hora de decidir sobre la difícil y delicada relación entre intriga y personajes, Guelbenzu se aleja del modelo clásico de la novela policiaca (donde los personajes a menudo resultan excesivamente esquemáticos al quedar sometidos y puestos al servicio de la intriga) para mantenerse fiel a sus premisas literarias y anclar también esta novela en el conflicto dramático de los personajes, que es el factor que dará lugar a la intriga. En este punto, para Guelbenzu la referencia ineludible está en Chesterton, quien, según nuestro autor, “puso la intriga al servicio de algo más que de sí misma: la puso al servicio de su concepción del mundo”.
En consecuencia, este rasgo, notable ya en las anteriores entregas, ahora brilla de modo muy especial en Un asesinato piadoso, cuando vemos a la juez Mariana de Marco abordar un caso aparentemente resuelto a las pocas horas de haberse cometido el crimen de un hombre que aparece brutalmente asesinado en el cobertizo del jardín de su casa, y el suegro de la víctima se confiesa autor del mismo, y además con toda premeditación, supuestamente para salvar a la hija de las vejaciones del marido, un maltratador, con lo que la juez decreta el ingreso en prisión del asesino y pasa a ocuparse de la instrucción del caso. Naturalmente, hay ciertos aspectos del mismo que no consigue explicarse porque no acaban de cuadrar, y otros que sí, pero de los que Mariana recelará o sospechará de tan redondos o perfectos como parecen, de manera que iniciará una primera ronda de encuentros informales (a la que seguirán otras citaciones para proceder a una declaración formal) con los familiares directos de la víctima, con el asesino y con unos pocos amigos o conocidos.
Es en esta parte de pura indagación psicológica cuando la novela adquiere su admirable espesor. El presunto culpable, Casio Fernández, tiene todo el porte de un gentleman farmer y lleva una vida tranquila y normal, salvo quizás la relación más o menos estable que mantiene con una exprostituta, Vicky, que llegará a formar parte de esta extraña historia. Por su parte, los padres de la víctima, el matrimonio Piles, de temperamentos muy distintos entre sí, muestran desprecio o compasión hacia la nuera y una ciega admiración por el hijo o, cierta distancia, según hablemos de la madre o el padre, respectivamente. La hija de ambos, Ana, hace tiempo que se distanció de ellos pero asoma a raíz del suceso y sirve para contrapuntear la imagen pública de sus padres y de su hermano Cristóbal. Covadonga, la esposa de la víctima, es una mujer débil, sumisa y enferma, que enseguida desaparece de la escena porque intentará suicidarse. La pequeña Cecilia, hija de ésta, aunque en apariencia un elemento pasivo por su condición, servirá para plantear conflictos de índole ético y moral.
Nada más iniciarse esta ronda de encuentros, Un asesinato piadoso se decanta hacia el plano de la indagación psicológica (en el sentido más amplio de la palabra), lo que le obliga a la juez a valorar y sopesar no tanto la letra cuanto el sentido y los matices de todas esas declaraciones, incluidos los silencios y los titubeos y hasta las salidas de tono (es decir, el lenguaje no verbal y los “paratextos”, aunque sean orales), porque enseguida advierte que tras ese caso tan claro se oculta algo, y que todos, protagonistas o comparsas, en mayor o menor medida, mienten. “De lo que se trata es de encontrar la fisura que agriete su máscara y les obligue a descararse”, se dice a sí misma esta juez devota de Flaubert y fervorosa lectora de “las novelas de siempre, tan llenas de gente, de peripecias, de acontecimientos dramáticos, de intensidad de vida, que es lo que vale la pena”. Y así, inclinada a “encontrar el punto de vista literario” de los casos de que le toca ocuparse, será precisamente esa cualidad (que algunos juzgan errada) la que ayude a Mariana a sacar a la luz las zonas de sombra y, mediante un golpe “novelero”, desatascar la investigación del crimen y llegar a la resolución final.
En Un asesinato piadoso Guelbenzu cambia a Mariana de entorno y por consiguiente aparecen nuevos personajes en su círculo de amistades y de compañeros de profesión o colegas. De entre todos, quisiera destacar al inspector Alameda, una especie de roedor audaz, un disparate de hombre, según piensa ella de él al principio, pero con quien llegará a congeniar del todo, pues él se va revelando como un personaje sorprendente que cautiva por más de un motivo al lector (y a ella también), ganándose las simpatías de todos. Es, además, el personaje que permite introducir esas dosis de humor tan características de Guelbenzu.
Pero quien en verdad va cautivando más al lector es la propia Mariana de Marco, más madura ahora, como juez y como mujer. En el plano personal, la soledad y la inestabilidad afectiva irán mellándola, haciéndole sentir “el rotundo vacío personal” en que se encuentra; la veremos “aquejada de una desazón” y de “una especie de inseguridad desalentada, una vaga zozobra”, que afectan por igual a la juez y a la mujer, conflicto que seguramente Guelbenzu habrá de resolver a no mucho tardar. Por otra parte, en el desempeño de su profesión Mariana nunca fue insensible a los conflictos de índole moral que se le presentan, y se preguntará cosas del tipo “¿podía un juez mentir a sabiendas para evitar un mal peor? ¿Podía un juez inculpar a una inocente para proteger a otra inocente? […] ¿Qué podía hacer ella? ¿Contribuir aún más a la desgracia? En aquel momento se daba cuenta cabal de que impartir Justicia era condenar a una inocente y le parecía un hecho monstruoso, una situación insoportable. […] Pareciera como si de pronto la Justicia soltara el pañuelo que cubría sus ojos y agitase la balanza simbólica con una carcajada siniestra antes de dejarla caer al suelo…”. Tampoco fue nunca insensible Mariana (como su creador, y demostrado está en su fecunda y singular trayectoria literaria) a las emociones y los sentimientos, a las conductas individuales y a los valores sociales, de modo que en Un asesinato piadoso encontramos a la juez reflexionando sobre la condición humana, y muy particularmente, en este caso, sobre los perversos lazos que ligan (hasta la asfixia) vida, azar y destino: “El defecto más grande de la Vida –pensó Mariana- es su incapacidad de conmoverse, su indiferencia perfecta; es su defecto único y total”; “Y nosotros somos criaturas del azar, como esa pobre niña, Cecilia, una inocente […] pero resulta atroz comprender que es el azar, con la aquiescencia muda y distante de la vida, quien se ceba en la inocencia como el depredador con su víctima…”
Temas muy característicos de la narrativa de José María Guelbenzu, que este escritor aborda aquí (en una novela supuestamente menor, en el conjunto de su obra) con la inteligencia que lo caracteriza y con toda la finura y la elegancia de su tan personal escritura.