2010 - JOSÉ MARÍA POZUELO YVANCOS / ABC
Desde “Romanticismo” (2001), la gran novela de Manuel Longares, no había leído una obra tan buena sobre ese periodo histórico y la generación de españoles que coincide con la del autor, porque Andrés, el protagonista, de “El amor verdadero”, nace en 1945, vive la Universidad madrileña de mediados de los años sesenta y asiste luego a la muerte de Franco, la Transición política, el triunfo electoral de los socialistas en 1984… Hasta los asesinatos Atocha llega la dimensión de la trama como historia externa. Aunque la novela de José María Guelbenzu no se limita a una crónica externa.
Es, sobre todo, y de ahí que emparente con Manuel Longares pero también con la trilogía de Rafael Chirbes, una reflexión moral, diría más, existencial, sobre los cambios que va sufriendo la psicología en el mundo de un grupo de jóvenes, que se van haciendo mayores y adaptando al paso de los contextos políticos y económicos.
Únicamente ha faltado la dimensión naturalista para que pudiéramos acoger esta novela bajo el paraguas que refleja el subtítulo de la serie “Los Rougnon-Macquart”, de Zola, dedicada a la Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. José María Guelbenzu toma también una familia, la pareja que irán formando Clara y Andrés desde la infancia hasta la vejez. Ellos dos, con sus hijas y padres, integran el núcleo familiar que actúa de centro de la historia.
LA MOVIDA
A su alrededor hay diez personajes, los amigos de la pandilla y compañeros universitarios, hijos de la burguesía o de una clase baja ascendente, que van desarrollando distintas actitudes respecto al sexo, la vida en pareja, la liberación de los padres, la militancia política y universitaria, su inserción en la vida económica, la adscripción de algunos a la perdularia movida de los años ochenta, o la de otros al ascenso y la captura cínica de las oportunidades que ofrecía ese Madrid, a la vez loco y sediento, de los años que formaron la conocida como Transición.
ESCRIBIR AUTOBIOGRAFÍA
Es muy importante aclarar primeramente, para comprender el trazado de esta novela, que José María Guelbenzu no ha evitado, pero tampoco ha querido, la escritura autobiográfica. Tan aparente contradicción se explica porque, al tiempo que algunos de sus datos externos podrían ayudar a una lectura desde esa clave (comparte el autor la edad del protagonista y estudios de Derecho en la Complutense; en cuanto a la mujer, Clara, se dedica al mundo editorial; y ambos vives en el barrio de Salamanca, veranean en una ciudad del norte de España, etc), muy pronto otras diferencia desmienten la clave autobiográfica, aunque no abandonan la dimensión personal de la voz figurada, en cierta medida elegíaca.
No resulta causal que sean poetas de tal tonalidad quienes vayan suministrando pautas de ritmo interior a los capítulos; de modo especial, las “Coplas” de Jorge Manrique (coincide en esta elección la última de Javier Marías). Al final de su historia, cuando ésta arranca, Andrés está en condiciones no únicamente de contarla, sino también de preguntar, una vez ha entrado en su Ítaca, por las etapas de su viaje. Viaje y etapas que han ido compartiendo, ésa es la variación, con su Penélope, de nombre Clara. Otra gran parte de la estructura de la novela, lo que constituye uno de sus mejores aciertos, es haber dado a Clara otra voz narrativa, puesto que ella también analiza, desde la primera persona, su vida con Andrés, sus anhelos, desengaños, crisis y resurrecciones.
Entre estas dos voces surge una tercera, que pertenece a alguien innominado al que, al final, en la última frase, la novela da nombre: “Llámeme Asmodeo…” (imitando a Melvilla, quien lo hace en la primera frase de “Moby-Dick” para su Ismael) y que, tanto por el nombre como por el dispositivo de la estructura y ciertos guiños a la magia de Merlín, opera igual que el narrador del “Diablo Cojuelo”, quien fue capaz de levantar los tejados y mostrarnos ese Madrid de nuestros pecados.
CONFESIÓN Y BALANCE
No quisiera que el lector creyera que lo importante aquí es lo que ocurre por fuera. No. Esta novela es una formidable confesión y también un balance, que tiene su quicio en el Quevedo de “Cerrar podrá mis ojos…”, puesto que la muerte está presente en ella una y otra vez, como amenaza y como realidad, pero lo está también el amor, vía única de permanencia y de afirmación.
José María Gguelbenzu ha allegado la que considero una gran novela al acento reflexivo, que no es únicamente existencial, en sentido metafísico, sino que también es vivencial, en tanto testimonio; y, por último, arrostra una dimensión moral, ya que no hay situación de la Historia de España de aquellos años sobre la que el discurso no indague su sentido ético o los ricos diálogos de los personajes no sometan a debate.
Una novela de ideas, sí, en la gran tradición anglosajona, la del perspectivismo heredero de Henry James, con la que este escritor madrileño lanza otra vez la novela española a esa química del sentimiento y la reflexión que a las grandes obras narrativas corresponde ofrecer.