Antifaz

1970 - RAFAEL CONTE

Resulta extrañamente incitante observar cómo elige José María Guelbenzu los títulos de sus novelas. Hace dos años, cuando apareció la primera, tuve ocasión, en estas mismas páginas, de comentar las resonancias e implicaciones de su insólito título: El mercurio. Metal en estado líquido, material de alquimistas, sensible, variable, imprescindible para múltiples transformaciones materiales, este sustantivo indicaba ya cuál era el sujeto de la primera novela de José María Guelbenzu: la puesta en cuestión del propio discurso narrativo. También este título encerraba el «cuerpo novelesco», pues se trataba de un relato «de formación», «de aprendizaje» según el concepto tradicional, aunque notablemente distorsionado en su expresión, esto es, en su sentido final. Y allí se revelaban ya las virtudes del nuevo novelista, transparentes en su extrema juventud, sus influencias, sus admiraciones y fobias, su elección totalizadora. La presencia de Cortázar, de Joyce —tal vez en su mayor profundidad—, su desenfado ante las palabras, ante el lenguaje, su profundo y sereno sentido del humor y su decidida vocación hacia la ruptura de los modos tradicionales de narrar, hacia la búsqueda de nuevas fórmulas y de nuevas estructuras. Y un peligro evidente: la subjetividad, la falta de «objetivación» de la materia novelesca, la no separación de la escritura del propio acto de escribir, necesaria en la obra literaria.

Antifaz, la segunda novela de Guelbenzu, recientemente aparecida en librerías viene a reafirmar estos juicios, aunque en un nivel más profundo, un paso más adelante en el arriesgado camino elegido por el escritor. También aquí habría que comenzar por el título, que instala desde el principio la ambigüedad y la polivalencia: Antifaz, esto es, máscara y revés del rostro al mismo tiempo, lo que indica una voluntad de encarar el sujeto novelesco desde dos posiciones opuestas, como verdad y como mentira, como realidad y fantasía, como acción e imaginación, al mismo tiempo que se destaca el valor de la expresión como disfraz y la revelación.

Mas ¿de qué se trata en esta ocasión? Antifaz, como todo libro —diría Cortázar, uno de los nombres que presiden esta obra, desde luego— es al mismo tiempo varios libros, pero, fundamentalmente, una historia de amor. Una triste, desolada y nihilista historia de amor, tratada con un desenfado, una ironía y un patetismo cuya intensidad resulta desacostumbrada en nuestra actual narrativa. De alguna manera, este cuerpo novelesco se inscribe en la primera línea de la sensibilidad juvenil de nuestro tiempo, en este neorromanticismo artístico que estamos empezando a vivir, cuya alegría desolada y aparentemente irresponsable sólo corre pareja con un escepticismo nacido de la conciencia de una irremediable culpabilidad. Y esto sucede a todos los niveles, hasta en el mundo de las mitologías, de las apariencias, de las experimentaciones expresivas, que es un mundo polimorfo, agresivo, barroco y abigarrado, donde, desde luego, nada hay gratuito, pese a todo lo que pueda parecer. Guelbenzu tiene la virtud de acceder a este clima de modo directo y espontáneo, sin esfuerzo aparente, lo que muestra una sensibilidad de escritor evidente.

Bien; pero el amor es la historia eterna, en sus mejores y en sus más desdichadas facetas. Antifaz es también la historia de un desencuentro amoroso, narrado a diferentes niveles: desde lo colectivo a lo individual, de lo real a lo imaginario. Es como si el tema devorase progresivamente al propio argumento y a los personajes de la novela de tal manera que lo importante ya no es lo que sucede a nivel episódico, sino lo que existe por debajo de esos episodios prescindibles.

Claro está que se corre un peligro evidente, el de abstraer el cuerpo novelesco, el de convertirlo, de alguna manera en una ecuación, en la comunicación de una sensibilidad exacerbada que carezca de la suficiente carga real, de la carne y sangre necesarias para elaborar una fábula convincente. En realidad, este esquema pertenece a los dominios de la economía narrativa, de su rentabilidad y eficacia. Guelbenzu intenta, y lo consigue casi siempre, esquivar este peligro mediante la apelación a una doble fórmula: el pudor y el humor. Ambas fórmulas son, contra lo que pueda parecer, complementarias, y mediante ellas, Antifaz se convierte al mismo tiempo en un ejercicio textual, en un ensayo de estructura novelesca que se cuestiona a sí mismo, de la misma manera que la imaginación cuestiona la realidad de este amor destrozado.

Aquí reside, a mi modo de ver, el acierto de este libro, que constituye un avance, una ventaja, un paso más adelante sobre la novela anterior, El mercurio, de estructura más vacilante, ensayística e inmadura. Y puede resumirse en la perfecta implicación de elementos, en la proporción y dosis con que se integran materia, estructura y significación del libro. Este desolado poema de amor, velado y realizado al mismo tiempo mediante la ironía y el pudor, destrozado a nivel expresivo por los ensayos estructurales del escritor, constituye un libro ejemplar, tanto por su calidad estética como por los riesgos que asume Guelbenzu, sin duda, se siente incómodo con las fórmulas habituales; prefiere las inferencias a las referencias y siente que la elección que supone el acto de escribir se instala desde el principio desde la misma posibilidad de creación de formas, de arbitrar la expresión. El libro entonces vale tanto como relato y como planteamiento, como interrogación y como descripción.

Las seis partes del libro integran cinco fórmulas distintas de escritura y cuatro niveles de significación, al menos en lo que he podido advertir. El prólogo o «ejemplo» es una historia paródica, que nada tiene que ver con la acción del libro, y que relata, a la manera de una retórica irónica y tradicional, un posible antecedente cronológico. El final, al mismo tiempo, escrito en forma dialogada entre dos personajes, es una reducción al absurdo, un final que no termina —de ahí su título ¿«finibus»?— y una burla constante de todo un sistema establecido. Ambas partes sujetan, como una estructura bivalente, el propio cuerpo del relato, donde se mezclan dos historias distintas y dos niveles de significación.

La primera historia es la que da entidad al libro, el relato de un amor frustrado entre un joven español y una muchacha extranjera; como contrapunto, unos breves capítulos describen momentos «iluminados» del despertar a la sensualidad de un adolescente, tema oscuro y patético, donde Guelbenzu emplea una prosa sorda, compleja y como en sordina, a diferencia del estilo desenvuelto desvergonzado casi, con que está relatada la fábula de amor.

Al mismo tiempo esta fábula patética alterna lo real con lo imaginario, la «acción» con la «adición» y hasta con las posibles «conjeturas», como las denomina el propio autor. Y mezcla también dos fórmulas distintas de escritura, el monólogo interior, desolado y patético, y la descripción paródica, con frecuentes invenciones de palabras y atentados al lenguaje y a la sintaxis.

No sé si habré podido describir eficazmente las distintas partes del libro, sus elementos al parecer contradictorios, pero que resultan complementarios. Lo más peligroso para la unidad del mismo es la historia del adolescente que, a mi modo de ver, es un contrapunto que puede desequilibrar el resultado; sin embargo se trata de una prueba de lectura, donde las intenciones del escritor sólo son suficientes si el texto resultante pasa dicha prueba de fuego. A su favor está el esfuerzo expresivo, la cadencia terrestre y poderosa de esta historia, desde luego su complejidad estilística y su tempo moroso y desolado.

Pese a toda esta complejidad, Antifaz es una novela muy rápida, que se lee con todo interés y con una facilidad sorprendente, si se tienen en cuenta las dificultades y las barreras que el autor levanta ante el lector a cada paso. El libro inquieta, entretiene, entristece y apasiona, lo cual es una virtud muchas veces olvidada. Sin embargo, y a mi modo de ver, su único defecto peligroso es precisamente la falta de «objetivación», la no separación —como ya he indicado anteriormente— entre el acto de escribir y la materia escrita. Esta es una condición necesaria para el equilibrio de la obra, para su existencia autónoma, que Guelbenzu se plantea, pero no ha resuelto del todo. Pero, al final, este difícil equilibrio entre elementos tan disímiles y complejos, esta gracia de una prosa viva y fértil, en estado naciente, y la habilidad en la estructuración del libro, dejan un regusto apasionado. Y un sentimiento de frustración, de desolación, que todo el humor, toda la carga de ironía y de pudor, no han podido paliar. Al contrario, esta fábula, en mi opinión, resulta más convincente, mucho más eficaz y poderosa, por esta alternancia de velos y revelaciones, de significados múltiples, que la convierten en una obra abierta, repleta de sentidos.

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