El amor verdadero de José María Guelbenzu

2014 - Martha Larrazábal

Son incontables las películas y los libros dedicados al tema del amor. No son pocos los dramas que muestran a hombres luchando encarnizadamente por su amada o a damiselas bañadas en un llanto idílico. Tampoco faltan las comedias que terminan de velo y corona. Tal vez por esto al hablar del amor verdadero podemos evocar a Romeo y Julieta o a Mujer Bonita, pero la propuesta de José María Guelbenzu se aleja de los romances a los que estamos acostumbrados. El amor verdadero representa la belleza de lo cotidiano en un entramado de relaciones, emociones, ideologías -hasta filosofías- y problemas tan reales que al lector no le queda más remedio que verse reflejado en cada uno de los generosos diálogos que conforman la obra.

Es precisamente lo cotidiano y cercano, lo que hace extraordinario el amor de Andrés y Clara, ahora bien el tema que sale a relucir en esta novela no es el amor en sí, sino su permanencia, pues es un amor que se renueva donde los demás terminan, sobreponiéndose a crisis personales, familiares, sociales, económicas, laborales, políticas, sin dejar a un lado la llamada “crisis de contingencia” y la del “nido vacío” que dejan los hijos al abandonar el hogar. Así conocemos a una pareja, cuya historia inicia en la magia de la infancia, se bautiza en un río y, como río, continúa hasta desembocar en el misterio infinito del mar.

Con un acertado símil, el mismo Andrés explica su sorpresa con respecto a la duración de su amor.

Hoy nada dura (…) Cuando yo era un niño cuidaba mi ropa porque solo tenía un juego de quita y pon y era tan consciente de ello que un desgarrón o una mancha difícil de sacar me angustiaba más que cualquier castigo. Beatriz y Marta, en cambio, destrozaban y ensuciaban faldas o camisas que ni siquiera se zurcían, sino que se tiraban (…).


Justamente en ese mundo fugaz y fútil el amor de Andrés y Clara perdura, y decimos “amor” y no solo “matrimonio”, porque Andrés aclara: “No ha sido por miedo, por convicción o por costumbre sino por el deseo de seguir juntos”.

Las relaciones amorosas de los amigos y padres de Andrés y Clara ponen en relieve lo que es el verdadero amor, personificado en la pareja protagonista. Andrés y Clara están rodeados de matrimonios infelices, parejas absorbentes, esposas sumisas, gigolós solitarios, poetas solitarios, magos solitarios… En el transcurso mueren seres queridos, se pelean con hermanos, se dispersan los amigos, llegan y se van las hijas, pero siempre quedan ellos dos, como único indicio de permanencia. En la novela encontramos una serie de personajes que, como en la vida real, adquieren importancia casi protagónica en las vidas de Andrés y Clara –como es el caso de Cadavia, o los amigos-, pero el tiempo los va haciendo actores secundarios. Andrés para Clara y Clara para Andrés son los protagonistas que perduran.

Habría que aclarar que cada personaje secundario está muy bien logrado, desde sus nombres –imposible olvidar a Cuchi, a Mendo Méndez o al bueno de Bonafé-, hasta sus modos –Rolando, el estereotipo del venezolano que proyectan las telenovelas o Julieta, la guapa difícil que todos quieren conquistar-, aportan a la trama un sinfín de ideas y momentos tanto trágicos como graciosos.

El telón de fondo de toda esta historia es una España que muta, pasando de la dictadura a la resiliencia, de vacas flacas a gordas y es así como el país de Andrés y Clara también le sirve de metáfora a su amor de altibajos, de momentos duros, de infidelidades, de carencias, de abundancias, de trances propios y ajenos.

Ya de manera personal, como venezolana, me permito resaltar el detalle y la veracidad con la que Guelbenzu logra retratar los momentos de zozobra que sentían los españoles en el ocaso del franquismo. Con cada palabra reviví lo que sentimos los venezolanos con la muerte de Chávez, salvando las distancias entre las posiciones de ambos personajes y los desenlaces de cada historia.

La quebrantada salud del dictador anunciaba un otoño inquietante. La muerte estaba a las puertas, pero corrían toda clase de rumores por el país. Los más optimistas daban por cierto que, si no era inmortal, se las arreglaría para parecerlo; los pesimistas hablaban de una muerte sin fecha, sí, pero seguida de una noche de los cuchillos largos. Andrés y sus amigos se limitaban a mantenerse al acecho, convencidos de que el final estaba al caer, aunque la súbita recuperación del anterior agravamiento de salud, que obligó al entonces príncipe y heredero a tomar el timón del Estado, no auguraba una despedida fácil.


El hecho de que la obra resalte la belleza de un amor real y cotidiano y que además emplee referencias históricas, no significa que en ella falte la simbología. Guelbenzu urde hermosas metáforas que se extienden a lo largo y ancho del texto, dándole una riqueza y una tridimensionalidad deliciosas: la niña Clara coloca un anillo bajo la lengua del niño Andrés para que la magia selle por siempre su amor; Clara vive atormentada por el recuerdo de su “ángel” hasta que descubre la dolorosa realidad que corrobora la existencia de este ser; el río y la playa; Cadavia y Mabelle o lo que es igual Merlín y Viviana…

Asimismo, el autor juega con un delicado suspenso despertando la curiosidad del lector con las visitas misteriosas de Clara a su familia y las sospechas de Andrés con respecto a las infidelidades de su esposa con Rolando y Cuchi. A esto se suma elementos sorpresivos que dejan al lector de una pieza como el trío de Clara con Bertoldino y la peruana.

Andrés y Clara son, en fin, personajes tan reales como ricos, complejos como la vida misma. Los conocemos a través de sus diálogos internos y de sus interacciones con amigos y familiares. En la novela tienen una voz propia, diferenciada, que los retrata de forma exquisita sobre todo mientras discurren internamente. Los pensamientos de Clara no pueden ser más femeninos, huelen a mujer independiente y segura, a mujer al fin. Sería difícil encontrar a una chica que no se sienta identificada con las abstracciones de Clara. Los de Andrés son distintamente masculinos y poderosamente hilvanados. El autor logra así un yin yang, un equilibrio delicado que se entrelaza con otras voces, las de los personajes secundarios, quienes también cuenten con tonos particulares y pertinentes.

Hay algo en la relación de Andrés y Clara que resulta envidiable: el respeto que se profesan el uno al otro. Respetan sus secretos, sus silencios, sus malestares, sus decisiones y sobre todo se admiran. Así como en la novela hay espacios para Clara y sus pensamientos y para Andrés y los suyos, así la pareja respeta sus territorios. El amor verdadero no es el que funde a dos personas en una sola, es el que los lleva a admirarse, a respetarse, a reconocer al otro, a querer estar juntos, a anhelar la eternidad como dos amantes.

En la novela se siente el paso del tiempo, al principio se vive el fervor juvenil de los protagonistas y sus amigos, y luego de la acción, nos adentramos cada vez más en la introspección, hasta empaparnos por el temor a la muerte que empieza a sentir Andrés a partir del recuerdo escalofriante de un niño ahogado en el mar bajo la mirada de un padre desesperado que decide correr con la misma suerte de su vástago. La narración de este suceso, además de simbólica y vívida, resulta en una especie de sub cuento tan espectacularmente descrito que el lector se hunde en el pesar del padre y en la angustia de Andrés, como si se hundiera en el mismo océano.

Un Andrés mayor y reflexivo, que sirve de espectador al sueño de su esposa, es quien nos despide de esta historia. Con las palabras del protagonista, quien encuentra a Clara increíblemente guapa, elegante y delgada a pesar de los años, Guelbenzu logra en el lector la misma ternura que de manera inevitable producen las parejas de ancianos que aun caminan tomadas de la mano.

No puedo evitar un cosquilleo nervioso que me recorre a ratos y que reconozco con asombro: ese inquietante y atrevido malestar que invade a los enamorados cuando se encuentran ante su amor, que ni la certeza ni la presencia del otro curan, solo el abrazo amoroso, el beso que sella y enciende a la vez la convicción que únicamente consigue la unión de los dos cuerpos.


¿Y cómo puede terminar una historia de amor tan realista y cercana? Luego de filosofar en varias páginas sobre la muerte, la vejez, el amor verdadero, el amor a los hijos, los amigos, la vida y la felicidad, los éxitos y los fracasos, Andrés se despide del lector evocando el aroma del café y las tostadas, como queriendo despertar él de su insomnio reflexivo y despertar al lector de sus cavilaciones. El protagonista cierra con la simpleza y belleza que hacen extraordinario a lo cotidiano:

Entonces yo me alzaré ligeramente sobre ella y le diré:
-Buenos días, mi bella dama.
Y ella me contestará:
-Buenos días, mi amor.


No queda más que agradecer a Asmodeo por compartir la historia de Andrés y Clara, una relación tan real que permite pensar que tal vez el amor verdadero existe y sobre todo permanece.

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