El esperado

1995 - CONSTANTINO BÉRTOLO

Ubicar la obra narrativa de José María Guelbenzu es tarea bastante complicada. Publica su primera novela, El mercurio, en un año, 1968, que, aparte de su significación política, coincide con un momento de renovación profunda de la novela española. Una novela española que se mueve entre la agonía del realismo crítico, el deslumbramiento provocado por el "boom" latinoamericano y la presencia de una nueva "poética" que encarna la figura emergente de Juan Benet. Años de cierta confusión en los que la falta de referentes estables origina un afán experímentalista que casi siempre se queda en mero afán y por los que las primeras obras de nuestro autor navegan sin naufragio gracias a la presencia de esa misma particularidad de su mundo narrativo —raíces en la tradición, osadía frente a ella— que dificulta su ubicación. Si a eso se suma que cuando aparecen los cambios narrativos que anuncian el movimiento que ha venido llamándose «nueva narrativa», su obra ya está asentada firmemente, se explica bien la impresión de que Guelbenzu acompaña a la narrativa española de los últimos tiempos pero desde una distancia que lo singulariza y lo dota de especial relieve.

Bastante de lo dicho puede verse en El esperado, novela que a mi entender ha padecido cierto menoscabo en su consideración por culpa —si eso fuese culpa— de las resonancias de El río de la luna, título paradigmático de su novelística según el entender mayoritario. No se trata de cuestionar ninguna jerarquía de méritos, sino de llamar la atención sobre una novela —El esperado— que encierra en sí, aparte de valores propios, una especial capacidad para iluminar el sentido global de su corpus narrativo.

Es El esperado, en apariencia, una novela iniciática o de aprendizaje. En efecto, en ella un protagonista adolescente descubre el mundo, es decir, la complejidad, lo oscuro que anida en lo que hasta ese momento era claro, el mal que convive dentro del bien, la noche que hay más allá del día. Es una novela en la que se nos cuenta cómo alguien aprende a mirar, a ver todo lo que hay dentro y detrás de cada acto, de cada palabra y cada sentimiento. Lo iniciático no es por tanto mera apariencia —y una presencia difusa de Stevenson, Conrad, o Herman Hesse, lo confirma— pero sería torpe quedarse en esa esfera de significaciones porque la narración apunta hacia horizontes de mayor calado.

La novela se plantea desde posiciones que construyen y son construidas por dos narradores. Uno en primera persona, identificado con la voz ya madura de ese adolescente que está descubriendo el mundo, y otra voz en tercera persona que parece pertenecer a un narrador omnisciente no personificable pero sí reconocible en lo que respecta a su escala de valores. Este último narrador, en principio, parece apoyarse en el protagonista e ir rellenando cronológicamente los tramos de la historia que el primer narrador no recoge en su recuerdo, creando un acompañamiento narrativamente muy significativo en cuanto que las dos voces juntas pueden estar construyendo una misma historia, pero por su propia sociedad le dan también otro sentido a la historia que ya no es así una historia simplemente iniciática. La presencia de esa segunda voz incorpora una significación clara sobre lo que se está leyendo: una vida no puede ser contada únicamente por su voz protagonista, lo que dicho de otro modo viene a significar que toda vida propia necesita para ser entendida una voz ajena. La novela recoge así el eco creado por la cita de un poema de José Ángel Valente que abre el libro: Aguardo. / Alguien puede llegar, venir de pronto, / no sé quién, conociendo / más que yo de mi vida.

Pero ese narrador en tercera no se limita a apoyarse en el protagonista, de pronto levanta el vuelo y se sitúa por encima, manifestándose por momentos en un tono alto que aparte de su excelencia avisa de su cambio de postura. Ya no rellena la historia personal del protagonista sino que construye la historia —bastante novelesca y melodramática por otra parte— en la que el aprendizaje tiene lugar, al tiempo que, con un giro narrativo lleno de fuerza y sentido —plasmado en una escena en la que ese protagonista que aguarda es transmutado en esperado—, da otra vuelta de tuerca a la significación global de la narración, que se encamina así hacia una interpretación muy compleja acerca de las relaciones de crecimiento (y narración) que se pueden establecer entre el yo y los otros.

Esa conjunción de la raíz tradicional de la novela —en este caso, de la novela iniciática— y la osadía de ir más allá de ella —a través de la indagación narrativa que supone la presencia de un segundo narrador— es a mi entender lo que hace de El esperado una novela ya no que guste —un referente de valor lábil como ningún otro— sino que interesa, es decir, que tiene interés para quienes estamos viviendo en esa otra narración global que llamamos la vida.

Página desarrollada por Tres Tristes Tigres