• Una puerta que nunca encontré
  • Autor Thomas Wolfe
  • Editorial Ed. Periférica, Cáceres, 2012
  • Traductor Juan Sebastián Cárdenas
  • nº páginas 104

Thomas Wolfe. UNA PUERTA QUE NUNCA ENCONTRÉ

26/9/2012 - JOSÉ MARÍA GUELBENZU

Que William Faulkner considerase esta nouvelle la continuación de la admirable El niño perdido (Periférica, 2011) pese a ser anterior,tiene todo el sentido porque en Una puerta que nunca encontré el narrador, que es el propio Wolfe -un joven que busca ansiosamente, como solamente la juventud empuja a ello, su lugar en el mundo- apenas tenía cuatro años cuando su hermano mayor, Grover (el niño perdido), murió de tifus a los doce años en Saint Louis, durante la Exposición Universal. El niño perdido es una elegía narrativa genial, magistralmente desarrollada por cuatro voces cuya multiplicidad permite establecer una mirada total y una reverberación emocional que pone la distancia justa entre su valor literario y su calidad emotiva. El narrador de Una puerta que nunca encontré, también dividida en cuatro partes, se halla perdido en su andanza personal en busca de “algo increíblemente cercano y familiar, algo que se parecía a una palabra, a un paso, a una puerta que sólo había que abrir pero que nunca se abría, tan sólo una puerta, una puerta que nunca encontré”.

Las cuatro partes del El niño perdido son centrípetas; las de Una puerta… son centrífugas. Las primeras se cierran sobre la figura del hermano muerto, las segundas se abren a cuatro experiencias vitales en busca de la identidad y el destino. La primera de las experiencias, la más cercana en el tiempo, trata de la soledad y en ella un joven Thomas Wolfe, atormentado por su soledad, habla con un millonario cuya soledad, ajena a la realidad de las cosas, ha olvidado el dolor y experiencia y necesita el estímulo del relato del joven escritor; la segunda cuenta el regreso a la casa materna, después de tres años de ausencia y errancia; vuelve en busca de la memoria y también en busca del paraíso perdido; en ella tiene un papel determinante la lírica de la naturaleza, maravillosamente contada, y la memoria de la vivencia en la casa familiar; la tercera experiencia cuenta un período posterior a la anterior y transcurre en Inglaterra; en ella utiliza muy bien el contraste entre la seguridad del medio (la confianza inmutable de ese país ajeno en sí mismo y en su tradición) y la inseguridad que socava la búsqueda personal de su propia identidad.

La cuarta y última experiencia (estas tres son anteriores en el tiempo a la que se cuenta en primer lugar) utiliza dos imágenes simbólicas: un hombre permanentemente asomado a una venta desde la que mira, inmóvil, y las figuras de los camioneros que recorren el país en sus camiones por las rutas comerciales. Movilidad e inmovilidad. Y, en medio, la confusión del joven Wolfe, que a lo largo de todo el relato se habla a sí mismo a través de un tú lleno de pasión. “Tu sed y tu hambre eran tan grandes que creíste que podrían tragar la tierra entera, pero es así como les ha ocurrido a todos los hombres, vivos o muertos, durante su juventud”.

El libro está escrito en el característico estilo torrencial de Wolfe, puro lirismo y pura fuerza perfectamente integradas en la gran tradición de la narrativa norteamericana del siglo XX. El deseo de vivir y la emotiva lucha que conlleva es el gran tema de este hombre que murió a los treinta y ocho años dejando varias obras inolvidables (Del tiempo y el río, Ed. Montesinos); El ángel que nos mira (Ed. Valdemar) y un último mensaje de esperanza de un panteísmo de estirpe whitmaniana: “Sabemos que el polvo de los amantes enterrados durará más que el polvo de las ciudades”.

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