• Siempre hemos vivido en el castillo
  • Autor Shirley Jackson
  • Editorial Minúscula, Barcelona, 2012
  • Traductor Paula Kuffer
  • nº páginas 224

Shirley Jackson. SIEMPRE HEMOS VIVIDO EN EL CASTILLO

19/12/2012 - JOSÉ MARÍA GUELBENZU

Ahora que el género gótico y de terror se ha convertido en una industria del susto, la aparición de esta novela no puede ser más oportuna para recordarnos la pasión con que puede llegar a escribirse y leerse una novela de este género. Su autora la publicó en 1962 y en ella se cuenta las historia de Merricat, una niña perteneciente a una acaudalada familia, los Blackwood, en un pueblo de Nueva Inglaterra. De los Blackwood solo viven una hermana de Merricat, Constance, dedicada a cuidarla, y su senil tío Julian. Los Blackwood debían de ser despectivos con buena parte del pueblo por orgullo de clase y el resto del pueblo los despreciaba, y los desprecia, por resentimiento. Pero el resto de la familia ha muerto. Murieron envenenados y se atribuye el hecho a Constance. Los tres Blackwood viven encerrados en su casa y tierras, sin dejar pasar a nadie, salvo a un par de vecinos de cierta consideración.

Merricat es una niña de doce años que, al inicio de la novela, vuelve de hacer la compra pasando por el pueblo, donde siente y sufre el odio de los vecinos, un comienzo espléndido y revelador. Revelador porque el lector pronto advierte que esa niña está psicológicamente muy herida; y toda la historia se nos va a contar desde el punto de vista de ella. La construcción de este personaje es un ejercicio de escritura memorable, una obra maestra. El mundo real cerrado en el que vive y el mundo imaginario en el que se refugia nos muestran de manera magistral la visión de la vida de Merricat, tanto de lo que comprende como de lo que no comprende por su edad. Un día llega a la casa el primo Charles, cuyo padre ha muerto arruinado, y Merricat lo ve como una intrusión en la escondida vida de la casa. En realidad, Charles es un miserable que sólo busca el dinero que ingenuamente guarda Constance en casa, pero Merricat ve cómo el invasor empieza a apoderarse de la casa –y decide expulsarlo- y no ve la razón por la que Constance le consiente –no concibe la sexualidad como atractivo-.

La novela va adquiriendo una decidida tensión que explota en forma de catarsis cuando la casa arde y el pueblo entero se venga de ellas. Con una decisión admirable, la autora cuenta el accidente, el asedio, la persecución, la venganza salvaje y la vuelta a las ruinas de la niña y su hermana. El clima del relato es soberbio tanto en tiempo como en espacio; y cuando la verdad sospechada resplandece a los ojos del lector, es la niña la que protege a la hermana, en un final de cuento de hadas inesperado y tremendo. La relación entre la extrema tensión y el final feérico recuerda el esquema de relato de La noche del cazador, pero sin final feliz. Esta novela es, sencillamente, el rescate para el lector español de una verdadera obra de arte: una impresionante representación del dolor, la necesidad y la búsqueda de felicidad en una mente enferma.

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