06/10/2022 - JOSÉ MARÍA GUELBENZU
Todo parece indicar, tras la lectura de este libro, que a Pauls Auster le ha dado un arrebato por la figura y la obra de Stephen Crane, uno de los escritores fundacionales de la novela norteamericana y uno de los grandes. Crane fue coetáneo de Henry James o Willa Cather, pero así como los dos últimos poseen un currículo literario construido durante una larga vida, el de Crane es tan breve como la suya. Sus primeros textos apreciables los escribió a los 20 años de edad y abandonó este mundo a los 28 a causa de la tuberculosis. Entre medias, una obra maestra incontestable que lo sitúa en lo más alto: La roja insignia del valor, una novela corta excepcional: Maggie, una chica de la calle, cuentos (algunos extraordinarios: El hotel azul, El bote abierto, El Monstruo…) y otras piezas de menor calado, pero muy interesantes: La madre de George y La tercera violeta. De lo antedicho se deduce que el libro se halla bajo la luz de dos focos principales, el biográfico y el literario y hay que decir que así como el primero se obliga a enfocar un material no demasiado singular, el segundo lo hace sobre su fascinante escritura.
La separación no es tan tajante, pero resume bien el trabajo de Auster, que ha pretendido no tanto reivindicar a Stephen Crane, reducido a lo académico y a la universidad en su opinión, como manifestar de manera incontestable su profunda admiración por el autor. Auster contempla la vida y la obra de Crane en paralelo, pero así como la vida es curiosa, pintoresca y entretenida, sin más, la soberbia lectura que hace de los textos del autor es una obra maestra de crítica literaria práctica. No hay crítica más sugerente de la obra de un creador hecha por otro creador y cuanto más grandes sean ambos, mayor y más alto es el resultado. Eso es lo que sucede con La llama inmortal de Stephen Crane.
Cuando Paul Auster nos refiere el contenido de cada una de las obras que analiza, sean narraciones breves, novelas o cuentos, lo que en realidad hace es acompañar la lectura de cada uno mostrando cómo está construido y, en consecuencia, cuál es su sentido y cómo éste viene definido por la singularidad de su escritura. Es un admirable ejercicio de desmenuzamiento del modo expresivo de Crane: el resultado es toda una lección práctica de cómo funciona la escritura de una obra desde su propia construcción literaria. Es una lectura extraordinariamente sugestiva, una lección para amantes de la literatura hecha desde el corazón del texto, es decir: desde su concepción e intención como texto página a página. No es fácil encontrar un ejemplo así, libre del corsé que necesariamente impone una construcción crítica adscrita a la teoría literaria por notable que sea, porque lo que se cuece en un trabajo como el de Auster es el de la imaginación y la libertad creadora al servicio de una lectura tan lúcida y generosa como ambas.
Y esta es la importancia del libro. Si comparamos las vidas y obra de dos coetáneos de Crane (Joseph Conrad, que era su amigo y Henry James que le admiraba) nos veremos obligados a reconocer la desproporción de este libro, no así la excelsa calidad del mejor Crane, un adelantado, además, con su escritura de punto de vista único, la precisión y desnudez producto de su capacidad extraordinaria de atenerse sólo a lo esencial y la engañosa sencillez con que se expresa, como demuestra sobradamente Auster en su lectura. La roja insignia del valor es la herida recibida en combate que distingue a un soldado. Esta no es una novela bélica sino una novela sobre el miedo. Lo asombroso es que la obra cumbre de Crane, que no participó en la guerra civil norteamericana, lo deba todo a su imaginación, la propia y pura de un maestro de la ficción.
Con esto, creo que queda claro el valor de este libro y no necesita mayor comentario. Sólo añadir que las obras de Stephen Crane se pueden encontrar traducidas en importantes editoriales de nuestro país, como Penguin, Alba, Navona, Austral y otras.