07/10/2022
Este libro, salvado del olvido por la gran narradora Lorrie Moore, sería lo más parecido a un milagro si no fuera porque su autora es real. La belleza, la sensibilidad y la prodigiosa escritura que contienen los relatos que lo componen lo elevan al cielo de la literatura. Julie Hayden sólo escribió este libro. Era una joven tímida, temerosa e insegura, que trabajó recortando y clasificando noticias para el departamento de prensa del New Yorker. William Maxwell era entonces el editor de ficción de la revista y sólo una persona de su talento podía ser el descubridor y editor de sus primeros relatos. Julie publicó este libro y, tras un largo silencio, murió a los 42 años de un cáncer de mama al que se sumó su alcoholismo, con el que trataba de combatir sus demonios.
No se me ocurre mejor modo de definir su creación literaria que decir que escribía a la acuarela, esa técnica de pintura, precisa y transparente a la vez, de veladuras sobre los colores. La aparente ligereza, la sensibilidad exquisita y la felicidad del conjunto de su escritura produce ese efecto acuarela en el lector, el efecto conjunto de la sugerencia y el logro buscado y conseguido, la pintura perfecta, la sugerencia perfecta, el resultado preciso. A título de ejemplo, a ello responde ejemplarmente uno de los cuentos (“Ratas bebé de un día de vida”) que narra el despertar más bien resacoso de una joven, católica, y su trayecto etílico por Nueva York hasta llegar a la catedral de St. Patrick, donde tendrá lugar una escena memorable en un confesionario. Es un cuento que debería pertenecer necesariamente a la más exigente antología del relato contemporáneo y es uno de los mejores cuentos que he leído en mi vida.
El libro se divide en dos bloques. El primero consta de cinco relatos independientes; el segundo, el titulado expresamente “Las listas del pasado”, consta de seis relatos que, por el contrario, están interrelacionados entre sí. Si hay algo que Hayden domine como nadie es la expresión de los sentimientos; si hay algo difícil de plasmar en la literatura es el desenvolvimiento de los sentimientos sin caer en la sensiblería: Hayden lo hace tan bien que dan ganas de llorar el leerlo, no por sentimentalismo fácil sino por la emocionante eficiencia con que lo consigue en todos y cada uno de sus cuentos.
Sentimientos, naturaleza, muerte. Son los tres elementos de estos relatos construidos y ejecutados por una observadora de aves y de la naturaleza vegetal, siempre presentes como un poderoso escenario de vida. En la segunda parte del libro, como ya se ha dicho, los relatos están encadenados por un común denominador. El nudo que los ata es la figura patriarcal de un ser enfermo sin nombre que estando cerca de su encuentro con la muerte, aún sueña con partir a Florida para atenuar el rigor del invierno. Aunque de inicio la esperanza de sobrevivir se asienta en el relato, las anotaciones diarias empiezan a hablar: “Jueves, vomita un río de bilis de punta a punta del dormitorio. Viernes, se cruza con la palabra “obstrucción” en el libro de cirugía. Sábado, pide una consulta urgente con otro médico.” Así inicia Hayden la fase final de la agonía; la familia lo arropa. Invierno, Acción de Gracias, Halloween… La vida transcurre en paralelo con los días finales. “Te engañé”, dijo Alma. “Ya veremos” dijo Cuerpo”. Comienza la despedida de la figura del padre enfermo en su habitación, donde aún se aferra a la vida. “No te vayas -dijo Cuerpo. -Me voy- dijo Alma, y aleteó con un zumbido libre como un pájaro hasta una esquina de la habitación del hospital”. Esta representación del final de una vida en familia es, en cierto modo, la representación de su propio final en busca de un entorno protector y es también una conmovedora elegía del deseo y la soledad de Julie Hayden.
Todos estos cuentos están tocados por la Gracia.