Agatha Christie

20/2/2011 - JOSÉ MARÍA GUELBENZU

En el tiempo de entreguerras del siglo XX florecieron locuras y desastres, desde los roaring twenties hasta la Gran Depresión. Europa tras la Primera Guerra Mundial quedaba simbolizada en una imagen de “La tierra baldía” de T. S. Eliot: A heap of broken images, where the sun beats (Un montón de imágenes rotas, donde el sol bate). Era el fin de una época y el comienzo de un temeroso vacío. Aquella fue una guerra de posiciones, de trincheras y matanza hasta su final. Después, en Inglaterra la gente quería respirar, olvidar y alejar el fantasma de la destrucción. Moría la vieja Europa y con ella se desmoronaba una forma de vida. El tiempo de entreguerras sirvió tanto para restañar heridas como para aturdirse ante el incierto futuro. Al final, la guerra del 14-18, que nada había resuelto y se había llevado por delante a una generación de jóvenes, desembocó en la Segunda Guerra Mundial.
Entre las novedades que el tiempo de entreguerras ofreció, destaca el nacimiento de la novela policíaca o de crimen y misterio, como se la llamaba también. La necesidad de distraerse con toda clase de juegos y entretenimientos fue sin duda el terreno abonado que dio paso a la edad de oro del policíaco, de origen inglés sobre todo, aunque tuvo excelentes seguidores en los Estados Unidos de Norteamérica. Junto a los agentes de la ley proliferaban en esas novelas los detectives aficionados, todos ellos hijos de Sherlock Holmes. Los detectives eran personas excepcionalmente inteligentes y brillantes que habían de vérselas con asesinos a los que la necesidad volvía no menos astutos y brillantes que ellos. Los detectives solían ser personas aficionadas a la criminología que en unos casos cobraban por su intervención en la resolución de un misterio y en otros ni siquiera eso, lo hacían por afición, eran diletantes millonarios expertos en ciencias minoritarias como la egiptología, el arte rupestre, los incunables, coleccionistas de antigüedades valiosísimas, etc.; como, por ejemplo, Lord Peter Wimsey o Philo Vance.
La oferta, el carácter lúdico de esta literatura, se centra en el reto del autor al lector para descubrir al asesino. “Usted puede ser el detective”, podría ser el lema de esos autores; y se lo tomaban tan a pecho que, reunidos los más notables de ellos, fundaron el Detection Club, donde se dictaron las normas de juego limpio que todos debían de respetar. Esta clase de novela policíaca se extendió desde los años veinte hasta después de la Segunda Guerra Mundial, en que empezó a declinar y otros modos de tratar el género vinieron a competir con el fundacional. Sus nombres señeros eran John Dickson Carr, Dorothy L. Sayers, Margery Allingham, G.D.H. y Margaret Cole, R. Austin Freeman, Ngaio Marsh (ésta era neozelandesa) y tantos otros en Inglaterra; y S.S. Van Dine, Ellery Queen, Earl Derr Biggers, Rex Scout, etcétera en Estados Unidos… todos con sus singulares o directamente extravagantes detectives.
Y, naturalmente, la señora Agatha Christie, Dama del Imperio Británico.
No ha habido autor más prolífico –quizá pueda discutirle el título Edgar Wallace, pero, si es así, éste tenía la ventaja de tocar otros géneros aledaños- que Agatha Christie ni autor policíaco más querido y aclamado por el público de cualquier edad, nacionalidad o condición. Nacida Agatha Mary Clarissa Millar, tomó el apellido literario Christie de su primer marido, del que se divorció tras catorce años de convivencia más bien infeliz. Publicó su primer libro, El misterioso caso de Styles, en 1920 y en él aparece por primera vez el detective más famoso de todos los tiempos tras Sherlock Holmes: Hercule Poirot. Al caso Styles volvería Agatha en la última novela de Poirot, Telón, cerrando así su fabuloso ciclo de novelas en el mismo escenario de la primera más la muerte del propio Poirot.
Son varias las obras que han culminado la fama de su autora, entre las que habría que destacar tres por su popularidad. Tres ratones ciegos, una excelente intriga que debe su verdadera fama a su adaptación teatral, que se representa ininterrumpidamente desde hace más de medio siglo. El asesinato de Roger Ackroyd es celebrada por su originalidad, originalidad que considero tramposa y contraria a una de las reglas del Detection Club: no engañar a un lector, que ha de tener las mismas posibilidades que el detective de descubrir al asesino, ocultándole deliberadamente información sustancial. Y, finalmente, y ésta sí se merece todos los elogios, Y no quedó ninguno, conocida en España como Diez negritos.
Cualquiera diría que Diez negritos responde al deseo de dar un golpe definitivo en el mundo de la novela policíaca para demostrar quién manda, quién es el número uno, el único capaz de llegar al “más difícil todavía”. Y es también un ejemplo perfecto de las virtudes y carencias de la autora, pero vayamos por partes. El planteamiento es de una audacia extrema: Diez personas son reunidas por un misterioso y desconocido Mr. Owen en una pequeña isla. Diez personas que no se conocían entre sí previamente. A poco de llegar, una tormenta los aísla de la costa. A la hora de la cena, una voz grabada que se presenta como Mr. Owen acusa formalmente a los diez de ser responsables cada uno de ellos de un crimen distinto. Tres días después, la policía que llega a la isla alertada por el barquero que los llevó hasta allá, encuentra diez cadáveres y ningún superviviente en la isla desierta. ¿Quién ha podido asesinarlos?
El reto de dar solución al enigma es evidente. El planteamiento es aún más audaz que el de Asesinato en el Orient Express, aunque la solución sea un poco menos ingeniosa.
Agatha Christie no destaca precisamente por su escritura ni por la profundidad de sus personajes, pero en lo que es la reina es en su inagotable capacidad de inventar intrigas a cual más sorprendente y emocionante. En esta clase de novela policíaca concebida como juego, que tuvo su apogeo, como decía, en la época de entreguerras no ha habido nadie más dotado para jugar a plantear al lector el “usted puede ser el detective” que Agatha Christie. Es un juego de adivinanzas que no necesita del implacable rigor lógico que exigía Austin Freeman sino de la chispa de la imaginación. La intriga, que es el fuerte de la autora, es también lo que la empequeñece como escritora literaria porque la dependencia de la intriga que manifiesta toda novela suya hace que el estilo sea descuidado cuando no muy simple, los personajes sean de cartón-piedra y los escenarios más bien tópicos y de un edulcorado costumbrismo. Pero los lectores le perdonaron todo, incluídos unos cuantos cabos sueltos en las tramas, por su ingenio para mantenerlos en vilo en pos del asesino.
Todas sus novelas establecen el clásico duelo entre el brillante y astuto detective y el no menos astuto e ingenioso asesino, lo que desemboca en detectives que se repiten y una interminable sucesión de asesinos de todo orden y condición, pero siempre a la altura de su opositor. Hercule Poirot es, como ya hemos dicho, su detective-insignia; pero donde más luce el pragmático mundo británico de costumbres rurales es en las novelas de Miss Jane Marple. Donde Poirot es cosmopolita, la señorita Marple es la representación del sentido común del jubilado retirado. Cuando Poirot recorre el mundo tras encargos de la realeza o los grandes órdenes o tropieza con asuntos inextricables en cualquier parte del globo, incluía la Inglaterra rural, Miss Marple aplica el principio de que en un pequeño pueblo se dan la variedad de los motivos esenciales que conducen al crimen. El crimen internacional y el crimen de andar por casa: así atrapó a millones de lectores. Los otros detectives que creó (Tommy y Tuppence Beresford, Parker Pyne o el escurridizo Harley Quinn (Arlequín) no alcanzaron a gozar de la popularidad de sus dos estrellas emblemáticas.
Diez negritos, como cabe deducir de su propuesta, no tiene detective porque no hace falta. El enigma se le propone directamente al lector sin intermediario. Ella sabe bien que tiene entre manos un enigma tan potente que puede permitirse prescindir del clásico duelo detective-asesino. La voz narradora es convencional: una voz neutra que acompaña a las diez víctimas y va dando paso a los pensamientos de cada uno. Los diez se presentan uno a uno camino de la Isla del Negro dándole vueltas a la razón por la que han sido invitados y se dirigen a ella. Una vez reunidos, comenzará el drama. Sólo hasta media novela, gracias a un comentario del juez, no se darán cuenta de que el asesino no es alguien ajeno que se oculta en la isla sino que es uno de ellos. A partir de ese momento, la novela habría podido constituírse en un gran estudio del recelo, pero no era esa la intención primordial de la autora ni tampoco la de meterse por el terreno del suspense: ella sigue atenta sólo al juego de derrotar al lector que desea descubrir al asesino. La novela es un puro reto. Tampoco importa castigar al asesino: el duelo entre el detective y el asesino ha sido sustituído por el duelo entre la autora y el lector.
Y a fe que ella cumple con las reglas. Hay tres pistas, entre otras, que son clave y que están a la vista. Avanzada la novela. Agatha Christie anticipa la solución del enigma, aunque aplicado a una persona equivocada para disimular; poco después, insiste en ello, esta vez sugiriendo veladamente la identidad del asesino. En ambos casos estás tan bien disimuladas las pistas que difícilmente el lector dará con ellas, pero están ahí. En otro momento posterior, uno de los personajes, sin darse cuenta, da con el asesino y con la razón de los crímenes, pero al ser expuesto como una conjetura más así queda diabólicamente hurtado a la luz. Y, además, hay otro momento en que el asesino dice algo, casi al principio de la novela, que lo delata porque no puede decir eso; y yo creo que este último traspiés lo es de la autora; que no pertenece a la intriga, como las pistas anteriores. Si no en la primera lectura sí en la segunda, yo retaría al lector, al modo clásico, a descubrir dónde se encuentran las tres pistas y el error.
Aparte de esto hay que reconocer que el papel del azar es importante. Por ejemplo, la muerte de Lombard. ¿Cómo es posible que el asesino pueda preverla? La posibilidad de que no se produzca así, o de que ni se produzca, es muy elevada. Lo mismo cabe decir de la tormenta que los aísla. ¿Cómo es posible que la tormenta se presente con esa puntualidad británica? Todos conocemos la extraordinaria capacidad de errar en la predicción de los meteorólogos. También es arriesgadísimo por parte del asesino apostar por la forma en que se produce la muerte última; el suceso está sostenido por los pelos y un análisis psicológico demasiado superficial. Pero, en fin, estos son reflexiones puristas. Lo cierto es que el azar tiene todo el derecho del mundo a intervenir incluso en los crímenes mejor planificados (y estos lo eran, a tenor de la solución final). Lo que queda es un seductor juego de prestidigitación mental al que el lector asiste asombrado y maravillado y del que no sale defraudado. La capacidad de la autora de crear intrigas insólitas, excitantes y deslumbrantes alcanza aquí uno de sus logros más brillantes, si no el mayor.
Agatha Christie escribió esta novela en 1939, cuando estaba en el apogeo de su gloria. Diez años antes, en 1929, en el comienzo de la Gran Depresión, un tipo llamado Dashiell Hammett que se venía ganando la vida como detective privado en la famosísima Agencia Pinkerton, agarró la intriga por el cuello y la metió de hoz y coz en la dura y feroz realidad con una novela titulada Cosecha roja. La novela policíaca lúdica triunfaba en una Europa que vivía de espaldas al horror real que se avecinaba; el género llamado negro o hard boiled nacía entretanto en unos Estados Unidos socialmente deprimidos. Dos miradas al mundo, la una, evasiva; la otra, realista. Tanto a la una como la otra –y esa es la felicidad que procura la escritura- debo horas y horas inolvidables de lectura. Los grandes son grandes siempre y responden a las necesidades de su tiempo y Diez negritos quedará siempre como una de las más grandes novelas de los años de oro de la novela policíaca. Agatha Christie nació en 1890 y murió en 1976 mundialmente aclamada como La reina del crimen.

José María Guelbenzu.

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