• El poder cambia de manos
  • Autor Czeslaw Milosz

Czeslaw Milosz. EL PODER CAMBIA DE MANOS

10/5/2011 - JOSÉ MARÍA GUELBENZU

La cantidad de literatura sobre la segunda guerra mundial y sus consecuencias que ha venido publicándose desde 1953 hasta ahora es enorme y resulta razonable pensar que El poder cambia de manos, novela que vio la luz pública en ese año de 1953, haya quedado sobrepasada o deslucida por tan ingente material; pero una nueva lectura del libro no sólo muestra lo contrario sino que revela, además, la vigencia de la literatura cuando es grande. Gran literatura es esta ficción admirable sobre la destrucción de Varsovia por el ejército alemán ante la impasible mirada del Ejército Rojo, en la otra orilla del Vístula, y las consecuencias inmediatas que se siguen cuando, por fin, los rusos, se apoderan de toda Polonia.
El dilema que se presentó al ejército clandestino polaco, atrapado entre alemanes y rusos, era cómo intentar defender la independencia de Polonia. Polonia, y Varsovia por tanto, estaban bajo la ocupación nazi, con los rusos voluntariamente detenidos ante el Vístula. El gobierno clandestino, dando por inevitable la derrota de Alemania, decidió que debían adelantarse a los rusos en la confianza de obtener el apoyo de los aliados pues, de lo contrario, auqellos se harían con el país. El Armia Krajowa, el ejército clandestino polaco, siguiendo las instrucciones de sus dirigentes, se alzó contra los alemanes. El levantamiento de Varsovia duró 63 días, al cabo de los cuales, el ejército alemán demolió literalmente la ciudad de Varsovia causando una terrible mortandad. Sólo entonces los rusos cruzaron el Vístula y el poder cambió de manos. El deseo de los polacos de adelantarse a los rusos con la ayuda de los aliados acabó en una nueva frustración del castigado país.
La novela de Milosz está dividida en dos partes. La primera transcurre durante los días del levantamiento. La segunda relata el primer año de la sovietización de Polonia. Para construir su relato, Milosz eligió apoyarse en hombres y mujeres con nombre y apellidos para poder mostrar el movimiento de conciencia que se produce en todos ellos durante este período de intenso dramatismo en sus vidas. Unas vidas zarandeadas por la brutal conmoción que les reservaba la Historia.
Al hacer esta elección, Milosz trocea la novela en escenas. Como en un mosaico, va colocando las teselas que muestran los diversos momentos de la evolución de los personajes. Unos personajes colocados en un escenario al que el poder descriptivo del autor dota de vida propia donde acogerlos. Dos ejemplos bastarán para hacerse una idea de la persuasión de su prosa. El primero, cuando unos destacamentos de las S.S. “Hermann Goering” empiezan a incendiar las casas: “El panorama de la llanura era muy amplio y producía una sensación de calma. Unos grupitos de gentes se alejaban con su carga de sacos y paquetes. Algunos empujaban carrillos de mano o tiraban de unos remolques. Llevaban, anudados al extremo de unos palos, pañuelos blancos. Los grillos cantaban entre la avena salpicada de reflejos rojos. Los fugitivos se volvían para mirar los incendios. Se preguntaban si las llamas habrían llegado ya a las ventanas familiares y qué muebles estarían devorando en aquellos momentos. El resplandor se reflejaba en los ojos del gato que estrechaba convulsivamente sobre su pecho una mujer con vestido estampado. Un muchacho le hablaba al canario que llevaba en una jaula. Estas gentes se alejaban sin saber a dónde iban ni por qué. Solamente les impulsaba un elemental deseo de huir”. La dinámica de movimiento de huída está perfectamente conseguida. Cuando el ataque termina, la calma regresa sobre el desastre: “El sol se ponía y el campo estaba bañado por una doble luz: el resplandor de la ciudad incendiada y el del ocaso. Una bandadas de gorriones volaban muy bajo, rozando la avena. Un vientecillo juguetón se entretenía agitando el vestido de un cadáver de mujer que yacía, como una muñeca olvidada, al borde de la carretera. Vacilantes, los soldados de la brigada auxiliar rusa iban y venían en zig-zag, con las piernas muy abiertas. En el espacio desierto, con el fondo de las llamas teatrales de la ciudad, se llamaban unos a otros con grandes gritos. Estaban aprendiendo el arte de montar en bicicleta”. Con los mismos elementos, el tempo de la escena cambia. Esta capacidad de crear un escenario vivo y sujeto a los sucesos que azotan a los humanos es impecable a lo largo de toda la narración y es el sustento de los personajes recogidos en él.
Atrapados entre dos poderes autoritarios, el que soportan y el que ha de venir, el dramático destino de la población polaca encuentra en este relato su punto de máxima intensidad. Pero el acento lo pone Milosz en lo que es la verdadera tragedia: la conciencia del naufragio de todos los destinos individuales. Para ello, el conjunto de teselas que componen la figura final del mosaico cubre asombrosamente todas las posiciones humanas ante la catástrofe, desde el traidor hasta el héroe, desde el inocente al acomodaticio, desde al confuso y el aterrado hasta el aprovechado y el oportunista. La espléndida profusión de personajes insertados en un escenario dibujado con mano maestra acaba por mostrar de manera impresionante la desdicha de un pueblo atrapado en una guerra de la que es sujeto pasivo a pesar de sus esfuerzos por dejar de serlo.
Hay escenas extraordinarias dentro de un todo general de gran altura, como, por ejemplo, la que muestra a Foca y Joanna inmersos en el ataque alemán, visto desde la perspectiva de ambos como receptores de los disparos y las bombas que los acribillan. O la escena en que las mujeres polacas desesperadas se lanzan contra sus propios soldados buscando una salida al infierno en que están metidos y les exigen, como madres furiosas, que las dejen escapar, que las dejen ir con los alemanes. O la fantasmal aparición de los locos de San Juan en medio del caos. El sentimiento de los defensores de la ciudad durante el levantamiento, durante esos terribles 63 días en los que se lucha barrio a barrio, casa por casa, a la espera inútil, primero, de un apoyo aliado, y segundo, puestos a lo peor, de un avance ruso que neutralice la demolición que están llevando a cabo los nazis, está magníficamente expresado en la descripción de un momento de tregua: “del lado alemán, una acordeón, unas canciones nacidas entre los viñedos del Rhin; del lado de los sublevados, un piano en el que un pálido alumno del Conservatorio toca un nocturno de Chopin después de haber dejado su pistola debajo del sillín”.
La segunda parte cambia de ritmo. Lo que ahora se acentúa es la labor de sovietización que los ocupantes rusos ejercen sobre la población, representada por el conjunto de figuras que hemos conocido luchando en la primera parte. Aquí, la diferenciación se va a producir entre los nuevos adeptos al nuevo régimen que se avecina y aquellos otros que por razones que van del puro nacionalismo católico a la más descarnada lucidez civil, se oponen a la conversión. Lo que esta parte relata es tanto la actitud de los “incorporadotes”, es decir, de aquellos que se encargan de rescatar para la causa comunista a los luchadores del levantamiento como el movimiento de conciencia que se va produciendo en estos últimos al ir constatando como van a caer indefectiblemente en las manos del nuevo poder emergente que proviene de Rusia. La variedad de registros y tomas de posición en todas estas figuras es de una riqueza extraordinaria. La lenta e implacable perforación de sus almas que se lleva a cabo de la mano de sus propios compatriotas oportunistas y trepadores es un relato que, con ritmo completamente distinto al del levantamiento, va mostrando la implacable demolición de unas esperanzas y unas conciencias que, a fin de cuentas, no tienen otro objetivo en la vida que sobrevivir aceptando los que se les propone o tratando de disimularse en el conjunto. “Lo natural es esconderse” decían en la primera parte; ahora lo natural es someterse.
Estamos, pues, ante una situación que simboliza muy bien el hombre que abre y cierra la novela, el profesor Gil, un intelectual separado de sus alumnos y de su plaza de profesor que ya sólo teme que lo aparten también de sus libros desterrándolo a alguna minúscula población donde la soledad y la frustración se ocupen de acabar con él. El destino de todos los personajes es trágico, bien sea por muerte, bien por sumisión. En este aspecto, Milosz no se engaña ni pretenderá engañar o dulcificar el pensamiento del lector. Él mismo luchó con la resistencia, conoció el levantamiento de Varsovia y participó ayudando a los revolucionarios, trabajó para el nuevo régimen en la radio nacional polaca y en el servicio y diplomático hasta 1951, año en el que profundamente desengañado, se exilió en Paris, como hace uno de sus personajes de la novela, Piotr Kwinto, cuando consigue ser enviado con un permiso diplomático al exterior, a Occidente, en una de las escenas finales, maravillosamente relatada: ésa en la que espera en el aeropuerto la salida de su avión, que se retrasa mientras una orden de detención se transmite contra él en el último minuto.
El fatalismo que impregna no el libro sino el mundo que el libro relata se configura de manera especialmente significativa en la persona de Piotr, cuando, acabada la lucha, aceptada la inevitable ocupación rusa y trata se hallarse a sí mismo en medio de la confusión y las nuevas directrices de la vida que se avecina. Pero llega el momento en que, a pesar de tener la esperanza de salir de Polonia, de que lo envíen a Paris, se da cuenta de que en el año transcurrido “había logrado sentirse casi pacificado, cuando ya había encontrado su sitio entre los conquistadores”. Y justo entonces le comunican su salida hacia Paris, lo cual origina una gran zozobra en su estado de ánimo porque, mientras mantenía la esperanza en una hipotética señal de partida, resulta que se había ido acomodando a la situación. Una “esperanza (que) iba destruyendo el frágil equilibrio que Piotr había logrado y le reanimaba muchas aspiraciones que tan dificultosamente había conseguido acallar”. Esta doble actitud será la que le produzca fragilidad, confusión y, en cierto modo, culpabilidad. Todo mezclado. Derrotado primero, asimilado después, manteniendo el sueño de libertad de manera casi vergonzante, Piotr resume un estado de ánimo que emparenta con el del profesor Gil aunque las salidas sean opuestas: el joven Piotr viaja hacia lo desconocido, el viejo profesor contempla la formidable mentira que es el camino nacional al socialismo recluído en su cuarto ojeando la prensa que da diariamente cuenta del mismo; pero, como él mismo piensa en medio de sus temores y sabiendo que nunca saldrá de allí, “al hombre le sobran medios de lograr la calma. Se fija una tarea y mientras la realiza comprende que es una tarea insignificante perdida en la multitud de preocupaciones y esfuerzos humanos. Pero cuando su pluma queda parada en el aire esperando resolver un problema de interpretación o de sintaxis, todos los que alguna vez se han servido del pensamiento y del lenguaje a través de los siglos, se hallan junto a este hombre, el cual nota inconscientemente esa estimulante presencia”. Esta última consideración nos remite al sentido de la parte final de “La tierra baldía” de Eliot, laico, y, a la vez, enlaza con la teoría católica del cuerpo místico. Y precisamente por todo ello, todo lo que Piotr y Gil representan junto a los demás personajes, es por lo que este libro carece, a pesar del horror que encierra, del fatalismo de la negación.
Y una curiosidad final. Charlan dos polacos reconvertidos por la situación y dedicados a incorporar ciudadanos de valía al nuevo régimen (siempre preferible a condenarlos y ejecutarlos por resistentes) y el uno le dice al otro, que ha planteado el hecho de que los católicos progresistas o evolucionan hacia el marxismo o son irreconciliables con el sistema: “-¡Qué quieres! La Iglesia es una fuerza. Pero esa no es la cuestión. Hay que darles un poco de sostén ideológico a esas minorías y calmar las conciencias Y quién sabe si no conseguiremos hacernos con un pequeño sitio en el Vaticano. Lo único que necesitamos es tiempo”.
Además de un maestro de la escritura de sabio pensamiento, cualquiera pensaría que Czeslaw Milosz era también un notable futurólogo.


José María Guelbenzu.

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